1. FÁBRICAS
Como veremos a lo largo de esta exposición hay una
idea que estaba siempre presente cuando se hablaba de mujeres y fábricas, esta
idea era que la fábrica era cosa de hombres o lo que es lo mismo que el lugar
de la mujer no era la fábrica. Hagamos una primera reflexión al respecto antes
de entrar en el tema de las fábricas y la presencia femenina.
A través de leyes y de otros mecanismos culturales de control social informal se confinó a
las mujeres al ámbito doméstico y se les dio una identidad única de madres y
esposas. Las leyes que se aprobaron
en Europa y EUA establecían el dominio masculino y la desigualdad femenina: las
mujeres carecían de la ciudadanía (derechos políticos y civiles), tenían
restricciones para acceder a la propiedad, la herencia, la educación, el
trabajo, etc. y su presencia en los espacios públicos estaba limitada a la vez
que se mantenía su dependencia del hombre (padre, marido, hijo).
La discriminación legal de las mujeres se garantizó,
en la España de la Restauración, a través del Código Civil (1889), Penal (1870)
y de Comercio (1885). La mujer casada no tenía autonomía personal; dependía
económicamente de su marido, ni siquiera era dueña de los ingresos que generaba
su propio trabajo. Además, debía obediencia a su marido y necesitaba su
autorización para desempeñar actividades económicas y comerciales. El poder del
marido sobre la mujer casada fue reforzado, además, con medidas penales que
castigaban cualquier trasgresión de su autoridad. Discriminación legal,
segregación laboral y desigualdad de oportunidades educativas, reforzaban las
normas que eran básicas en el sistema de género. Las leyes y normativas
oficiales contaban además con un conjunto de creencias, hábitos, valores y
reglas de conducta acordes que se fundamentaban en el discurso de género vigente
en esta época.
Entre otros mecanismos culturales de control social
informal, más difíciles de detectar y de cuestionar, encontramos el modo en que se representaba la feminidad.
Se construyeron imágenes de las mujeres de inferioridad (tanto intelectual como
física) y de subordinación. La feminidad quedaba definida por la ternura, la
abnegación y la dedicación a los demás, frente al raciocinio, el interés propio
y el individualismo, que eran el epicentro de la masculinidad.
Así se creó un
modelo de mujer que se generalizó en la sociedad occidental, evocado a través
del arquetipo del «Ángel del Hogar». Este arquetipo burgués pero aceptado en el
mundo obrero, difundido a través de la literatura de buen comportamiento y
urbanidad, las novelas, e incluso textos de signo médico y científico,
consideraba la maternidad como el destino «natural» de las mujeres. La
identidad femenina no podía pensarse fuera del matrimonio y, por tanto, dentro
del ámbito doméstico en el que la feminidad quedó definida por esa figura
angelical y abnegada.
Pese a que las
mujeres tenían que ser competentes en muchos campos para atender la casa, el
discurso de la domesticidad les negaba su
perfil de trabajadoras. Las tareas domésticas, los cuidados, no se
valoraban como trabajo y pese a ser fundamentales para la economía capitalista
era invisibilizado y gratuito, considerado como algo «natural» al hecho de ser
mujeres. Pero, además, este mismo discurso influía en la consideración negativa del trabajo extradoméstico femenino y de ahí
que podamos afirmar que las mujeres solo trabajaban por necesidad y como algo
provisional (aunque ese estado se prolongara durante años): la fábrica (o cualquier
lugar de trabajo) no era su lugar.
***
Dejando claro que las fábricas eran espacios
masculinizados, veamos algunos aspectos relevantes del proceso industrializador
para contextualizar la huelga de “La Constancia”.
Durante el siglo XIX, el sector que primero introdujo
la máquina de vapor en Cataluña fue la industria textil del algodón como bien
sabemos, fue en este sector en el que las mujeres se incorporaron a las
fábricas. Es remarcable en el crecimiento de la industria textil del algodón la
oleada de prosperidad y buenos negocios, conocida como la fiebre del oro,
que se desarrolló a partir de 1871 y duró hasta 1883. En esta etapa se produjo
la substitución de los telares manuales por los mecánicos entre 1870 y 1900, el
aumento del número de unidades de funcionamiento y el uso creciente de la
energía de vapor dio lugar a un importante incremento de la productividad. Los
cambios en la organización del trabajo y la tecnología provocaron la preferencia
de los fabricantes por la mano de obra más barata que representaban las mujeres
y la población infantil.
Entre 1870 y 1890 el número de obreras en el sector
textil aumentó y las cifras de mujeres que trabajaban en este sector iba en
progresivo aumento con el nuevo siglo. Hacia 1900, las actividades textiles
significaban el 28,14% de la población activa femenina del sector secundario y
pasaron a ser el 32,66% en 1930. Por tanto, es una etapa de feminización de las
plantillas en las industrias textiles para mantener los límites saláriales
bajos. Este proceso de feminización fue muy notorio en las ramas fabriles
(hilaturas y tejidos) y de géneros de punto, mientras la del agua (tintes y
aprestos), con mejores condiciones laborales y salarios más elevados, mantuvo
el predominio masculino. A finales del siglo XIX las mujeres recibían por el
mismo trabajo un poco más de la mitad del salario que recibían los hombres y,
por lo tanto, aunque fuese el mismo trabajo, siempre se apreciaba menos que el
de los hombres.
Los empresarios no querían renunciar ni siquiera a la
mano de obra infantil, en parte también femenina porque era muy barata. Incluso
antes de conseguir el mínimo de edad fijado por la ley (10 años), las niñas
acompañaban a sus padres a los talleres. Estas niñas se encargaban de escobar
los locales y ayudar en ciertos trabajos a los obreros adultos por unos
céntimos semanales. Eran las llamadas chinches de fábrica, niñas o
jornaleras que hacían tareas inferiores y que constituían los sectores peor
pagados.
Las condiciones de trabajo e higiene eran bastante
lamentables. En los talleres, el espacio entre los telares era muy reducido y
eran lugares mal iluminados y ventilados en los cuales, adolescentes y adultas,
trabajaban durante once o doce horas adoptando posturas forzadas a que les
obligaban ciertas tareas (caso de las tejedoras) y respirando el polvo que
desprendían ciertos materiales con los que se trabajaba. Estas condiciones de
trabajo provocaban en las trabajadoras del textil y, especialmente, en las de la
regeneración de lanas, ciertas enfermedades como inflamaciones y ulceraciones
de las mucosas pulmonares, que en ocasiones degeneraban en tuberculosis.
Era en la edad en que se hacía el aprendizaje
industrial, de los quince a los diecinueve años, cuando el comportamiento de
los salarios ponía en evidencia una clara segregación laboral por razón de
sexo. El salario de los adolescentes se doblaba, en cambio el salario de las
adolescentes permanecía estancado. Esta diferencia salarial estaba relacionada,
entre otros aspectos, con el hecho de que la mayoría de las jóvenes no hacían
el aprendizaje. Otras niñas, las menos, empezaban el aprendizaje y su habilidad
determinaba el ascenso en la escala profesional dentro de los límites impuestos
por su sexo.
La realidad era que las mismas familias transmitían el
planteamiento, como ya hemos dicho, de que las mujeres debían vivir en el
ámbito doméstico y, por tanto, no hacía falta una cualificación que después del
matrimonio y, sobre todo, cuando tuviesen los primeros hijos, no les serviría
de gran cosa. Como ya hemos dicho, el trabajo de las mujeres en las fábricas era
transitorio. Únicamente se aceptaba el trabajo fuera de casa en determinadas
circunstancias, como era la necesidad económica, pero esta necesidad sólo podía
justificar el trabajo de las mujeres durante un tiempo y, por tanto, como un
trabajo secundario a la espera de que un hombre, o el conjunto familiar cuando
los hijos e hijas empezaban a trabajar, pudiesen encargarse de mantenerlas en
casa.
Las mujeres, además, sufrían una doble explotación, como
señalaba la obrera textil, Teresa Claramunt, cuando decía que: en «el taller se
nos explota más que al hombre, en el hogar doméstico hemos de vivir sometidas
al capricho del tiranuelo marido». Tras las largas jornadas laborales,
superiores a veces a las de sus compañeros, a las mujeres les quedaban por
realizar todas las tareas domésticas y los cuidados, trabajo que las mujeres
asumían como algo «natural» y por ello gratuito. Esta doble explotación estuvo presente
en el origen de la huelga de La Constancia en 1913.
Laura Vicente