El kadish es uno
de los rezos principales de la religión judía, se trata de una plegaria que se
reza solo en público. Existen varias clases de kadish según la ocasión, pero el
que ha alcanzado más relevancia es el kadish de los huérfanos, la plegaria en
memoria de los muertos. Es con esta acepción con la que más se conoce.
Kertész escribe
en esta breve e intensa obra de 147 páginas una auténtica plegaria por el hijo no nacido en la que tienen
cabida otros temas relevantes sobre la vida (mejor la supervivencia), la
escritura, el amor, el matrimonio y, como no, su condición de judío. Se trata
de un texto exigente porque apenas hay puntos y aparte, su lectura exige
concentración, tiempos largos de lectura (una nunca sabe dónde dejar de leer
por la continuidad del texto) y lentitud.
Estamos ante un
texto sin concesiones, austero, brutal incluso, en el que al utilizar el estilo
testimonial (un hombre nos habla de sí mismo, se confiesa literalmente), resulta de una honestidad descarnada,
desgarradora.
El libro empieza
con un ¡No! contundente, sin titubear y
de manera como quien dice instintiva (7). Un ¡No! que alcanza su verdadera
dimensión en su negativa a tener hijos cuando se lo plantea su pareja:
“¡No!”-- nunca podré ser padre, destino, dios de
otra persona,
“¡No!”-- nunca podrá ocurrirle a otro niño lo que me
ocurrió, la infancia (112).
Y partiendo de
esta negativa rotunda empieza a contarle a su mujer, o tal vez a sí mismo, la historia de su infancia, con toda la
obsesión y prolijidad, sin inhibirse, durante días, semanas, de hecho la sigo narrando, aunque ya no a mi mujer. Su
niñez marcada por el padre, por la autoridad incontestada, por Auschwitz. Una
niñez que relata en busca de la lucidez que es lo mismo que decir la autoliquidación consciente…, palada a
palada Kertész cava su propia tumba en
las nubes (23) (…) en los vientos, en
la nada (145).
Sobre su
condición de judío, el autor afirma que él y su familia no eran verdaderos
judíos, eran no-judíos, judíos urbanos, judíos de Pest. Es decir, no eran practicantes
de oración por la mañana, por la noche, antes de comer, oración con el vino,
como comprobó en su infancia que lo eran sus tíos con quienes le enviaron unas
vacaciones de verano. Sin embargo, inesperadamente, su condición de judío se
hizo relevante por cuanto tal condición
implicaba en general la sentencia de muerte. Y así aprendió a hacer las
paces con la idea de su ser judío, igual que lo hace con otras ideas desagradables (32).
Pero Kertész
descubre también en su monólogo porqué escribe. Afirma que escribía porque tenía que escribir (39); quizás consideraba la escritura como una huida (…) y hasta una
salvación, la salvación de mí mismo y, a través de mí, de mi mundo material y (…)
espiritual (40).
Y en el camino
hacia la lucidez, descubre que:
(…) escribir sobre la vida equivale a pensar
sobre ella, que pensar sobre la vida equivale a cuestionarla, y que solo
cuestiona su propio elemento vital aquel a quien este elemento asfixia o quien
de alguna manera se mueve en él de un modo contrario a la naturaleza. Descubrí
que no escribo para buscar la alegría sino todo lo contrario: que por medio de
la escritura busco el dolor, el dolor más intenso, casi insoportable,
seguramente porque la verdad es dolor, y la respuesta a la pregunta sobre qué
es el dolor, escribí, es muy sencilla: la verdad es lo que consume, escribí (104).
Y todas estas
reflexiones acaban en Auschwitz. Y la constatación de que el totalitarismo ha existido
(y puede volver a existir) porque las personas contribuyen a que exista con la
esencia de sus vidas y hasta con su mera conservación en tanto que se aferran a
conservar sus vidas. Hay por ello una rebelión del autor hacia la idea de que Auschwitz
no tiene explicación, por el contrario Kertész piensa que el mal siempre tiene una explicación racional y
que lo que no la tiene es el bien (53), porque para que el bien actúe es
precisa la libertad, es decir, aquello que no
debía hacer y que ninguna persona en sus cabales espera del ser humano. Por
fortuna el mundo es nuestra quimera llena
de sorpresas inconcebibles (60).
Su posición está
teñida del pesimismo de una vida basada en su inconcebible supervivencia. Y un pronóstico desgarrador y
desolador:
(…) aunque obviamente nada sea idéntico a nada ni
nadie idéntico a nadie, también es evidente que, tras el fugaz interludio de
una generación, todo vuelve a ser igual e incluso cada vez más igual (114).
Kertész mereció
un Nobel en 2002, su valía como escritor crecerá con el paso del tiempo, estoy
segura.