Tras la lectura de Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin, obra que ha
aparecido en este espacio en diversas ocasiones, no dudé en leer esta nueva
publicación que complementa la anterior.
Tierra
negra. El Holocausto como historia y advertencia, plantea una idea interesante desde el mismo título:
la historia puede tener un papel importante para explicar aquello que ocurrió,
avisando lo que puede volver a ocurrir. El punto de partida de la obra es
entender el desafío hacia la política convencional que fueron las ideas de
Hitler, haciendo viable un crimen sin precedentes. El nazismo construyó una
cosmovisión que contenía el potencial para cambiar todo a través de su proyecto
de mundo perfecto en el que sobraban los judíos y que podía canalizar las
tensiones de la globalización. Analizar las ideas, del “mundo de Hitler”, explica cómo se pueden reproducir en “nuestro
mundo”, según el autor.
Aun cuando el intento es loable, resulta arriesgado
que un historiador entre en el terreno del análisis de la actualidad y prevea
posibilidades de futuro. Pero al margen de las conclusiones finales, que sería
el capítulo más discutible (y cuestionable), Tierra negra es una obra de gran calidad que explica aspectos
determinantes del Holocausto.
La obra está dividida en doce densos capítulos en
los que se analizan todos aquellos aspectos que definieron el mundo de Hitler y
los objetivos que perseguía. Los tres últimos capítulos, de los que me ocuparé
en otro momento, sintetizan las acciones y actitudes de enfrentamiento al
nazismo (o al stalinismo, en menor medida) y de auxilio a las víctimas.
Tierra
negra, desde mi punto
de vista, aporta claves
interpretativas que esclarecen aspectos fundamentales de lo ocurrido en Europa
oriental, entre 1933 y 1945. Esas claves son las que trataré de sintetizar.
La
concepción nazi del ser humano en relación a la naturaleza. El espacio vital.
Resulta imprescindible partir de las propias ideas
de Hitler para comprender la lógica racional, que la tiene, de su pensamiento
político.
Hitler rompió con las escuelas de pensamiento
político que presentaban a los seres humanos diferenciándolos de la naturaleza por
su capacidad de imaginar y crear nuevas formas de asociación. Para el nazismo,
la estructura inmutable de la vida residía en la división de los animales en
especies, condenados a un “aislamiento interno” y a una lucha constante hasta
la muerte. Hitler estaba convencido de que las razas humanas eran como las
especies y que el incesante conflicto de las razas no era un elemento más de la
vida, sino su esencia. Por tanto, los humanos no eran en realidad más que un
elemento de la naturaleza y esta consistía en una cruenta lucha. La ley de la
selva era la única ley, las personas debían reprimir toda tendencia a la
compasión y ser codiciosas.
Los judíos no eran una raza, sino una no-raza o
contrarraza, ya que ellos obedecían a la extraña lógica de la “no naturaleza” porque
se resistían a los imperativos básicos de la naturaleza e inventaban ideas
generales que alejaban a las razas de la lucha natural, generando conceptos que
permitían ver el mundo menos como una trampa ecológica y más como un orden
humano.
Al equiparar la naturaleza con la política, el
nazismo no solo abolía el pensamiento político, sino también el científico,
puesto que ninguna raza, por avanzada que fuera, podía cambiar la estructura
básica de la naturaleza mediante ninguna innovación.
Vinculado con esta concepción de la naturaleza, el
espacio vital era un término que expresaba toda la amplitud de significado que
el nazismo asignaba a la lucha natural, que iba desde la lucha racial
permanente por la supervivencia física hasta la guerra sin fin por la
percepción subjetiva de querer tener el nivel de vida más alto del mundo.
Alemania necesitaba controlar territorio suficiente para producir alimentos sin
coste para la industria. Esos territorios, eran imaginados como “espacios” que
estaban de hecho “abiertos”, es decir, no ocupados por “nadie”, el racismo
convertía las tierras pobladas en potenciales colonias. Aunque esas tierras
estaban ocupadas por el grupo cultural más grande de Europa, los eslavos (ucranianos,
rusos, bielorrusos y polacos), el problema quedó solventado al ser considerados
como raza inferior. De esta manera el principal objetivo de Hitler se podía
poner en marcha: enviar a los alemanes a una fatídica guerra de destrucción
racial en el este.
La
creación de la no estatalidad y la guerra
de destrucción racial en el este
Snyder, en una de sus principales claves
interpretativas, considera que la destrucción del Estado, es decir, la no estatalidad permite poner en marcha su
revolución al dejar desprotegidas a
las personas, especialmente a las minorías que son las que más necesitan de la
protección del Estado y del imperio de la ley. Su ideología le permitía prever
la destrucción de Estados en nombre de la naturaleza y así posibilitar la
guerra racial. La revolución nazi se basaba en no reconocer la ciudadanía y
arrastrar a Alemania junto a Europa al desgobierno. A Hitler no le importaba el
destino de su propio Estado porque creía en un mundo formado por razas más que
por Estados y actuaba en consecuencia. La destrucción del Estado podía ser el
final de la guerra o el principio. Cuando la guerra se volvió en su contra, la
matanza de judíos bajo control alemán se aceleró. Para él las derrotas alemanas
sacaban a la luz la mano oculta del enemigo judío mundial, cuya destrucción era
necesaria para ganar la guerra y redimir a la humanidad; el exterminio de
judíos era una victoria para la especie.
Hitler
no era un nacionalista alemán seguro de la victoria de su país que aspiraba a
ampliar el Estado alemán, sino un anarquista zoológico que creía que debía
restaurar el estado natural de las cosas (p. 277).
Esta revolución se anticipó, antes de la guerra,
cuando las SS en Alemania crearon en los campos de concentración pequeñas zonas
dentro del país donde el Estado carecía de jurisdicción, es decir, de no
estatalidad. Himmler estableció el primer campo de concentración en 1933 en
Dachau, en él el Partido Nazi (no el Estado alemán) podía castigar al pueblo
(comunistas, socialistas, disidentes políticos, homosexuales, criminales y maleantes) de manera extralegal, al
margen de la protección del Estado y aislados de la comunidad nacional alemana.
La voluntad de Hitler podía, pues, separar a los órganos coercitivos de la ley
y del Estado.
El precedente de los campos alemanes como espacios
de la no estatalidad se confirmó en 1938 cuando el Estado austriaco dejó de
existir y Hitler proclamó la Anschluss,
los nazis comprobaron que la mejor manera de separar a los judíos de la
protección del Estado era destruirlo. Ningún estado se interesó por la
desaparición de Austria, pero los judíos vieron el inicio de un proceso
generalizado de separación de los Estados europeos y empezaron a intuir que no
tenían lugar donde ir. La destrucción de Austria supuso la llegada de
judíos a Polonia, que reaccionó también intentando
quitar la nacionalidad a los judíos polacos que vivían en el extranjero
arrebatándoles la ciudadanía y dejándoles en situación vulnerable.
Alemania buscó, a partir de noviembre de 1938, la
alianza con Polonia tras había absorbido Austria (y su oro) y gran parte de
Checoslovaquia (y sus armas), unos nueve millones de personas. Pero las
autoridades polacas no querían guerra y dudaban de la buena voluntad de los
alemanes, de esta manera, al no aceptar el pacto se convirtieron en una barrera
para la guerra de destrucción racial en el este. En esa situación se inscribe el pacto con la
URSS a la que le interesaba ese pacto para rehacer Europa del Este (cosa que
Londres y París no le ofrecían). El acuerdo firmado por Ribbentrop y Mólotov el
23 de agosto de 1939 era más que un pacto de no agresión, incluía un protocolo
secreto que dividía Finlandia, las tres repúblicas bálticas y Polonia en dos
esferas de influencia, la soviética y la alemana. Esta zona era además uno de
los núcleos territoriales de la comunidad judía mundial que los judíos llevaban
poblando medio milenio sin interrupción, este núcleo se convirtió en el lugar
más peligroso para los judíos en toda su historia: 20 meses después, allí daría
comienzo el Holocausto y en tres años la mayor parte de los millones de judíos
que vivían allí estarían muertos. Stalin sabía que estaba entregando a Hitler
dos millones de judíos y la ciudad judía más importante de Europa, Varsovia.
La invasión alemana de Polonia se llevó a cabo bajo
la premisa de que Polonia no existía y no podía existir nunca, por tanto, no
hubo ocupación porque nada existía (una postura parecida mantuvo la URSS). De
esta manera pudo dar comienzo la verdadera revolución nazi. Hitler no reconocía
la ciudadanía y arrastraba a Alemania junto a Europa al desgobierno. Alemania
trataba Polonia como Europa había tratado a las colonias: como un pedazo de
tierra poblada por seres descontrolados e indefinidos; eso suponía reprimir
personas y destruir las instituciones que de hecho estaban presentes aunque
negadas. Había que destruir a la elite polaca, la intelligentsia, y a través de los Eisatzgruppen, cuerpos especiales de policías y miembros de las SS, organizados por
Heydrich, impedir la creación de la resistencia polaca. El camino al Holocausto
se iba allanando.
La
doble ocupación y el mal mayor
Para Snyder, el plan de Hitler de erradicar al
pueblo judío del planeta requería algo más que la guetización o la proclamación
de un orden colonial. La hipótesis del autor considera que, para precipitar el
Holocausto, hacía falta una doble destrucción del Estado que implicaba: primero
la destrucción de los Estados nación de entreguerras mediante las técnicas soviéticas
y luego la del recién creado aparato del Estado soviético por las técnicas
nazis, aún en construcción. Fue en la zona de doble ocupación donde se perfiló
la Solución Final.
La destrucción que realizó la URSS se llevó a cabo
con los medios que ya habían usado durante el Gran Terror: la policía secreta
(NKVD) y las deportaciones a los gulag. Así, el poder soviético asesinó en masa
a oficiales y otros ciudadanos, la élite culta, para evitar la resistencia (en Katyn, en abril de 1940, 21.892 personas fueron
asesinadas, entre ellas había judíos). Sus familias fueron deportadas,
explotadas y desnacionalizadas, se legalizó el robo a través de las
nacionalizaciones, resultando los judíos los más afectados.
La destrucción de los Estados por parte de la URSS
provocó que hubiera gente que deseara la llegada de los alemanes para restaurar
dichos Estados, algo falso pero con lo que jugaron los nazis. Hitler solo
estaba interesado en librar a sus colaboradores políticos de los judíos.
Los alemanes llevaron el anhelo de anarquía (entendida
como no estatalidad) que sólo se puede trasladar al extranjero, aprendieron a
explotar la experiencia de la ocupación soviética para alcanzar sus propias
metas, aún más radicales, e inventaron la política del mal mayor. En la zona de
doble obscuridad, donde confluyeron la creatividad nazi y la precisión
soviética, se encontraba el agujero negro del holocausto.
En 1941, los miembros de los Einsatzgruppen, los policías y los soldados, todos ellos alemanes,
colaboraron con grandes sectores de la población local, de múltiples
nacionalidades, que habían experimentado el dominio soviético. Acusar
exclusivamente de estos asesinatos a los Einsatzgruppen
fue un mito surgido en los juicios en Alemania para proteger a la mayoría de
los asesinos y aislar los crímenes de la sociedad alemana en sí. Ciudadanos
soviéticos de todas las nacionalidades, incluido un número considerable de
comunistas, participaron en el asesinato de judíos junto con los alemanes.
De la misma manera, explicar que la población local
colaboró por ser antisemita es contribuir al mito de que los asesinatos de
judíos en el frente oriental respondieron a la ira justificada de los pueblos
oprimidos contra sus supuestos caciques judíos. Es cierto que estaba extendido
el antisemitismo, pero ese hecho no explica el asesinato en masa y eso lleva a
pensar que, igual que alemanes y judíos tenían objetivos políticos, también los
tenían los pueblos locales. Si se cae en la trampa de la etnificación y la
responsabilidad colectiva, se abole el pensamiento político y se revoca la
voluntad individual, por tanto, se puede caer en la complicidad con nazis y
propagandistas soviéticos. Esta masacre sin precedentes no habría sido posible
sin un estilo especial de política.
Por tanto, la matanza de judíos la planificaban los alemanes pero la ejecutaban
con la colaboración de personas de todas las nacionalidades presentes en la
zona.
Los alemanes necesitaban personas de otras
nacionalidades para que su ideología se extendiera más allá de sus fronteras.
Al definir el comunismo como corriente judía y a los judíos como comunistas,
los invasores alemanes perdonaron de facto a la gran mayoría de los
colaboradores con el poder soviético (cuando la colaboración había sido de
prácticamente toda la ciudadanía). El mito judeobolchevique confirmaba la idea
a la que los nazis debían aferrarse para que su invasión tuviera sentido: un
único golpe a la URSS podía ser el principio del fin de la conspiración judía
mundial y un único golpe a los judíos podía acabar con la URSS.
La política consiste en la coordinación de actores
con experiencias, percepciones y objetivos distintos; sin embargo en este lugar
y este tiempo concretos, en los que un régimen extremadamente duro daba paso a
otro, en los que la colaboración con los soviéticos había sido generalizada, y
en los que las instrucciones nazis para el asesinato racial no eran
específicas, no existía una fuente de autoridad política que sirviera de guía.
La política del mal mayor fue una creación colectiva en una época de caos.
Se trataba de que aquellos que habían colaborado con
los soviéticos, se congraciaran con los alemanes matando judíos. Hubo más
colaboración allí donde existía la cuestión nacional y, por tanto, motivaciones
políticas (por ejemplo entre los ucranianos, lituanos y letones) que creían que
la invasión alemana favorecería sus intereses políticos.
Los
judíos eran sacrificados en nombre de la sagrada mentira de la inocencia
colectiva del resto (p.
212).
El mito judeobolchevique separaba a los judíos del
resto de ciudadanos soviéticos, y a la mayoría de soviéticos de su propio
pasado. El asesinato de judíos y el traspaso de sus bienes eliminaban el
sentimiento de responsabilidad por el pasado.
En
resumen…
Una ideología basada en el conflicto racial como esencia de la vida, el derecho a un espacio
para las razas superiores que exterminan, o ponen a su servicio, a las no razas
o razas inferiores.
La no
estatalidad como clave para poner en marcha la revolución nazi basaba en arrastrar a Alemania junto a Europa al
desgobierno. Alemania, gracias a la no estatalidad, engendró nuevas formas de
hacer política que se pudieron aplicar en las zonas de doble ocupación (soviética y nazi) de la Europa oriental,
lo que Snyder denominó en su obra anterior las tierras de sangre.
La revolución nazi, que se concretó muy pronto en el
exterminio de los judíos al fracasar el intento de ocupación rápida de la URSS,
contó con la colaboración de grandes
sectores de la población local de múltiples nacionalidades, incluido un
número considerable de comunistas. Esta colaboración no se debió solo al miedo
o a reacciones irracionales, sino fundamentalmente a algo tan racional como que
tenían objetivos políticos propios,
recuperar sus estados nacionales.
La doble ocupación, el paso de un régimen
extremadamente duro a otro, provocó la inexistencia de una fuente de autoridad
política que sirviera de guía y la política
del mal mayor se impuso. Los judíos eran sacrificados para justificar la
mentira de la inocencia colectiva del resto.