Leyendo este célebre fragmento de la magdalena, de
Marcel Proust, no he podido evitar relacionarlo con este mi oficio de
historiadora. La novela, En busca del
tiempo perdido, está compuesta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927.
El célebre fragmento que hoy traigo aquí corresponde a la primera parte, Por la parte de Swann. La relación entre
tiempo y memoria es uno de los temas clave de esta obra, y una de las
preocupaciones fundamentales de cualquier persona que se dedique a la historia,
a evocar la historia.
Nuestro oficio se mueve en el tiempo pasado e
intenta siempre hacer memoria y, en la medida de lo posible, evocar dicho
tiempo (quizás perdido) para quien nos lee. Pero si recuperar parte del pasado
es cuestión de oficio, lograr evocar el pasado cuando escribimos entra en el
campo de la creación. Y ahí, las cosas se complican mucho y los literatos nos
superan con creces en dicha evocación. Cierto que pretender evocar un pasado
que ni siquiera hemos vivido es casi una empresa heroica, pero si podemos unir
mente, objetos (=fuentes históricas) y creatividad al escribir, quizás logremos
el alborozo que sintió el narrador de tan extraordinario fragmento y logremos
sentir y transmitir con veracidad ese estremecimiento y ese placer delicioso que puede ser la HISTORIA.
Lo
mismo ocurre con nuestro pasado. Intentar evocarlo resulta empeño perdido,
todos los intentos de nuestra inteligencia son inútiles. Está oculto, fuera de
su dominio y de su alcance, en algún objeto material –en la sensación que éste
nos daría- que no sospechamos. Del azar depende que encontremos o no ese objeto
antes de morir.
Caillebotte. Probable ambiente de Combray
Hacía
ya muchos años que –de Combray- todo lo que no era el teatro y el drama de mi
acostar había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, al regresar
a casa, mi madre –viendo que tenía frío- me propuso que, contra mi costumbre,
tomara un poco de té. Al principio lo rechacé y –no sé por qué- después cambié de idea.
Mandó ir a buscar uno de esos bizcochos, pequeños y rechonchos, llamados “magdalenas”
y que parecen moldeados en la acanalada valva de una vieira y, abrumado por
aquel día sombrío y la perspectiva de un triste mañana, no tardé en llevarme
maquinalmente a los labios una cucharada de té, en la que había dejado
ablandarse un trozo de magdalena, pero, en el preciso momento en que me tocó el
paladar el sorbo mezclado con migas de bizcocho, me estremecí, atento al extraordinario
fenómeno que estaba experimentando. Me había invadido un placer delicioso,
aislado, sin que tuviera yo idea de su causa. (…) ¿De dónde podía proceder aquel
intenso alborozo? Yo sentía que estaba vinculado al gusto del té y del
bizcocho, pero que lo superaba infinitamente, que no debía ser de la misma
naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Dónde aprehenderla? Bebí un
segundo sorbo, en el que no encontré nada más que en el primero, y un tercero,
que me aportó un poco menos que el segundo. Más valía dejarlo: la virtud de la
bebida parecía disminuir. Estaba claro que la verdad que yo buscaba no estaba
en ella, sino en mí. (…) Deje la taza y atendí a mi mente. A ella correspondía
encontrar la verdad, pero, ¿cómo? Grave incertidumbre, todas las veces que la
mente se siente sobrepasada por sí misma, cuando ella –la que busca- es al
mismo tiempo el país obscuro en el que debe buscar y en el que de nada le
servirá todo su bagaje. ¿Buscar? No solo eso: crear. Está ante algo que no es
aún y que sólo ella puede realizar y después hacer entrar en su luz.
MARCEL PROUST, Por la parte de Swann, p. 62-63, Barcelona, RBA, 2013, Traductor Carlos Manzano.