En
algunos momentos siento la necesidad de escribir brevemente sobre algunas
percepciones, sobre cosas que me rondan y me molestan, en muchas ocasiones las
aparto de un manotazo, pero hay impresiones que se obstinan en seguir conmigo
interpelándome. Este es el caso de esta reflexión, lo aviso por anticipado,
poco optimista.
Durante
la pasada pandemia del Covid, uno de los hechos que más me afectó fue el vacío
de las calles, la soledad de las calles, la amenaza que representaban como
espacio público de contagio y de vigilancia para los muchos «policías del orden»
que afloraron en los balcones.
Las
calles han sido en el pasado el foro en el que se hablaba, se gritaba, se
cantaba, se caminaba, se soñaba, se trabajaba o se sufría. Los movimientos
transformadores se han dado a conocer en las calles, se han manifestado y han
tomado las calles, han construido las barricadas, esa frágil arquitectura de la
revuelta, se han sentado y acampado para resistir la dominación.
En
otros tiempos, las calles eran la ampliación de la vivienda, estas eran tan
pequeñas e insalubres que las familias pasaban gran parte de su tiempo en la
calle. Ahí jugaban niños y niñas, ahí se tomaba la fresca en verano, se
charlaba y se compartían las noticias de lo que ocurría (era la «red social»
presencial del pasado). La calle era espacio de subsistencia, donde las gentes
con menos recursos o sin trabajo temporalmente se buscaban la vida a través de
la venta ambulante (siempre perseguida como en la actualidad), la recogida de
chatarra, afilando cuchillos o vendiendo el producto de pequeños hurtos.
El
anarquismo y el anarcosindicalismo convirtieron la calle en lugar de agitación,
era ahí donde las gentes que hacían huelga se manifestaban, era ahí donde la
protesta se adueñaba del espacio público, era ahí donde las mujeres gritaban su
rabia cuando subía el precio del pan, era ahí donde se fraguaba la huelga de
alquileres, era ahí donde soñaban con la utopía.
La
calle fue también lugar de cultura: se representaban obras de teatro con las
sillas que se bajaban de las viviendas, se cantaba en las corales populares, se
bailaba y se mitineaba. La calle era el espacio para vender revistas y
periódicos, era el lugar para comentar la última novela social que salía por
entregas en la prensa obrera.
Las
calles fueron el espacio anti-institucional por excelencia de las clases
trabajadoras, de las mujeres, de los marginales, de los y las activistas,
agitadoras y rebeldes, de la delincuencia y de las gentes que no tenían otra
manera de subsistir.
El
poder, consciente de la potencia de la calle, derribo las callejuelas, las
«higienizó», las amplió para los coches, construyo bancos incómodos e
individuales, en definitiva, las borró como lugar de encuentro de las ciudades.
Poco a poco, la gente se ha ido de las calles, se refugia en su casa, en las
redes sociales, incluso ubica la protesta en ellas desde la seguridad de su
habitación, las grandes marcas comerciales y los partidos políticos ocupan las
calles con mensajes consumistas y consignas propagandísticas durante las
«fiestas electorales». Las grandes avenidas son espacios de ruido y
contaminación, así que las «fuerzas progresistas» crean espacios de
«pacificación», pequeñas «islas» humanizadas para que hagamos el simulacro de
que las calles son nuestras de nuevo. Sin duda, la calle se ha convertido en un
espacio de control y disciplinamiento (la pandemia lo demostró con creces) a
través de la policía, las cámaras de «seguridad», guardias de seguridad en la
entrada de bancos y grandes almacenes, etc. Hoy las calles son espacios
institucionales que nos hemos dejado arrebatar, la mejor prueba de ello es que
los movimientos de orden (el nacionalismo de cualquier signo, la derecha, los
desocupas, etc.) se apoderan de ellas tanto o más que los movimientos
transformadores y antiopresiones.
Debería
concluir con propuestas esperanzadoras, pero no las tengo. Quizás, esta
percepción mía de la calle está equivocada, ojalá así sea.