Acabé de leer el libro de Houria Bouteldja[1] casi al mismo tiempo que
se produjo el asesinato en un control policial de Nahel Merzouk en el suburbio
parisino de Nanterre. Mientras releía el libro se producían las protestas de
ira de los franceses de segunda categoría que viven en los banlieue más
desfavorecidos del extrarradio de las grandes ciudades.
A esos ciudadanos franceses de segunda, Bouteldja los
llama en su libro: «indígenas»[2], término usado por el
imperio francés para nombrar a todos los pueblos dominados y explotados en sus
colonias. El PIR usa el término «indígena» como identidad política, no como
identidad esencialista/culturalista, para nombrar a todas las poblaciones que,
aunque nacidas y/o criadas dentro de Francia son todavía consideradas racialmente
inferiorizadas.
Bouteldja es una persona muy polémica en Francia, ha
sido acusada de racista inversa e incluso de fascista. No conozco tanto su
trayectoria como para opinar al respecto más allá de este libro, que no considero
fascista en modo alguno, aunque sí que hay algunas formulaciones que considero
desafortunadas y que no comparto.
La autora escribe desde
el cuerpo, desde la experiencia vivida y por ello, se trata de un texto
personal e íntimo, escribe muchas veces en primera persona. Por otro lado, es
un texto muy político, una especie de manifiesto, puesto que el texto
está pensado como un escrito que dirige a la opinión pública para
exponer y defender un programa de acción transformadora con respecto a lo
establecido. El texto es provocador e incómodo de leer desde la blanquitud
que ella denuncia.
El punto de partida es que la raza blanca es
privilegiada, empezando por el privilegio más precioso que es la vida,
protegida por su moral, sus leyes y sus armas. La raza blanca fue inventada por
las necesidades de sus burguesías emergentes que idearon una comunidad de
intereses entre ella y los proletarios blancos (para ellos era un instrumento
de gestión, para el resto era un salario). Así, la raza blanca fue inventada,
desde entonces hay un conflicto de intereses entre razas, tan poderoso y
estructurado como el de clases[3].
Partiendo de este planteamiento, la autora afirma que
el capitalismo no es el fundamento del sistema como dice la izquierda blanca.
El capitalismo histórico es la estructura económica de algo más fundamental: la
civilización-mundo moderna occidental con sus múltiples jerarquías de
dominación. Esta es el fundamento del capitalismo histórico y no al revés. En
el giro descolonial, es la Modernidad -con sus múltiples jerarquías de
dominación a escala mundial- lo que constituye el fundamento de la
civilización-mundo en que estamos metidos y que se hizo planetaria al destruir
las otras civilizaciones[4].
Por tanto, la lucha centrada contra el capitalismo se
queda corta si no se cuestiona las jerarquías de dominación raciales,
patriarcales, eurocéntricas, cartesianas, ecológicas, pedagógicas,
epistemológicas, cristianocéntricas, etc. de la Modernidad.
La autora se convierte en el centro de la polémica cuando
afirma, que en Francia hay una cuestión racial, ligada a la herencia colonial.
Para dar cara a esa realidad la autora utiliza palabras que incomodan:
«blancos», «judíos» e «indígenas», es decir, negros y árabes, en su mayoría
musulmanes[5]. Empiezo a discrepar con
la autora cuando convierte esas categorías: «blancos», «judíos» e «indígenas»,
en entidades homogéneas, borrando las diferencias y las contradicciones que las
atraviesan.
Quizás, en el aspecto en que tengo mayores desacuerdos
es en el que titula: «Nosotras, las mujeres indígenas». Comparto su denuncia
del feminismo blanco que se ha ocupado de sus propios intereses sin tener en
cuenta ni la raza, ni la clase social, pero me llama la atención su apología
del machismo magrebí: «Yo prefiero los buenos machos fornidos, que se asumen» y
no aquellos que «abdican de su virilidad para complacer a los Blancos[6]» (la homosexualidad
formaría parte de dicha abdicación).
La autora defiende con pasión algo que siempre ha
ligado a las mujeres al conservadurismo y a la aceptación de su condición inferiorizada:
primar la solidaridad de raza y familiar, resumida en una frase de Assata
Shakur: «No podemos ser libres mientras que nuestros hombres estén oprimidos».
Por eso, «mi lugar está entre los míos»[7].
«La crítica radical del patriarcado indígena es un
lujo» para las mujeres racializadas y aboga por la fiel sumisión comunitaria al
menos mientras exista el racismo. De ahí se deriva la necesidad de que las
mujeres protejan a sus hombres porque están «igual de oprimidos que nosotras»[8].
Por último, discrepo en el papel protagonista que le
da a dios (por definición, algo que ha contribuido a la subordinación y
explotación de las mujeres): «Solo una entidad está autorizada para dominar:
Dios»[9].
Por lo demás, me parece una propuesta interesante
cuando señala que puede haber un posible lugar de encuentro que puede estar en
el cruce de nuestros intereses comunes -el miedo a la guerra civil y el caos-,
ahí donde podrían aniquilarse las razas y donde podría encararse nuestra igual
dignidad. Si se logra rechazar el odio y conjurar lo peor, puede construirse el
«amor revolucionario», que no implica una política del corazón, pero sí la
renuncia de los Blancos a sus privilegios[10].
Laura Vicente
[1]
Houria Bouteldja (2017):
Los blancos, los judíos y nosotros. Hacia una política del amor
revolucionario. México, Akal.
[2] Bouteldja forma parte del Partido de los Indígenas de la República (PIR), nombre de una convocatoria política, una asociación y luego de un movimiento político que apareció en 2005 en Francia. Se convirtió en un partido político, definiéndose como antirracista y decolonial.
[4] Prefacio
de Ramón Grosfoguel en Houria Bouteldja, Los blancos, los judíos y nosotros, p.
11.
[5] En Enzo Traverso (2018): Las nuevas caras de la derecha. Argentina,
Siglo XXI, p. 76.
[7] Houria
Bouteldja, Los blancos, los judíos y nosotros, p. 75.
[9] Houria
Bouteldja, Los blancos, los judíos y nosotros, p. 85.
[9]
Houria Bouteldja, Los blancos, los judíos y nosotros, p.
116.
[10] Houria Bouteldja,
Los blancos, los judíos y nosotros, pp. 48 y 121.