Utopía
y tipología del héroe y la heroína
Un acto de
rebeldía es digno del calificativo de “heroico” cuando demuestra la
superioridad de quien lo acomete al tratar de cambiar el sistema, enmendar una
injusticia o corregir un error[1].
Pese a esta “superioridad”,
el héroe rebelde nace y vive entre gente común y tiene problemas semejantes que
provocan empatía e identificación con él. Entre la gente corriente hay héroes y heroínas que no responden a esta
tipología, son personas anónimas
y desconocidas para la mayoría, pertenecen a oficios que no suelen considerarse
heroicos o a una colectividad sin rasgos de superioridad ni reconocida como ilustre.
Hablo en masculino al referirme a la tipología
habitual del héroe ya que aunque este
tiene rasgos diferentes (militante, miliciano, obrero consciente,
terrorista, revolucionario, maquis, etc.), se adhiere con fiereza a su género: es varón. La masculinidad se
configura como sinónimo de las virtudes heroicas de fuerza, coraje, virilidad,
energía, voluntad de acción, solidez de nervios, pero también rectitud moral,
generosidad, belleza, nobleza, etc. La otra tipología de héroe permite el
femenino porque en ese mundo anónimo tiene cabida la mujer y una heroicidad
diferente que es mixta, ensalza virtudes de generosidad, apoyo mutuo,
colaboración, empoderamiento, humildad, altruismo, filantropía, emotividad,
etc., y la protagonizan personas ordinarias que hacen actos extraordinarios en
un momento dado, actos impensables para ellas mismas, actos no “programados”,
espontáneos, producto de la creatividad.
En los siglos XIX y XX, el rebelde heroico habitual
es el que lidera a la clase obrera, al sujeto revolucionario. La revolución
implica una división de género, las mujeres débiles y oprimidas son socorridas
por la intervención salvadora del movimiento revolucionario; rara vez aparecen las mujeres como sujetos históricos[4]. En
momentos excepcionales pueden apropiarse de los caracteres tradicionales de la
virilidad, tales como llevar uniforme, armas y participar en combates: es el
caso excepcional de la miliciana republicana española que enseguida desaparece
del frente para asumir un papel más convencional en la retaguardia.
El imaginario subversivo, cuyo origen son las
grandes narrativas de la Ilustración (emancipación, progreso, razón, ciencia, etc.), se basa en
la idea de que el objetivo de la acción revolucionaria es avanzar gracias a un
proyecto claramente definido hacia la confrontación decisiva, representada por
la metáfora de la gran noche, que
crea las condiciones para la construcción de una nueva sociedad, la utopía. Ese
imaginario comporta un conjunto de imágenes, entre las cuales la del pueblo
asaltando la Bastilla se mezcla con la de los comuneros de un París sitiado y
acompaña a la de los insurgentes tomando el Palacio de Invierno, o la de los
trabajadores que ocupan las fábricas y colectivizan las tierras en la España de
1936.
En este imaginario revolucionario se constituye un nosotros heroica y sacrificialmente
enfrentado al poder, que actúa en una lucha cuerpo a cuerpo y a cara
descubierta protagonizando la revolución social que se anuncia como inevitable
y que está llamada a abarcar la totalidad de la sociedad[5]. Durante más de un siglo
este imaginario subversivo se mantiene en sus rasgos principales: sujeto,
proyecto y prácticas políticas. Bien es cierto que hay diferencias importantes
en las filas revolucionarias (como mínimo entre marxistas y anarquistas) respecto
a las prácticas políticas y, en parte, al proyecto. La importancia que el
anarquismo da a la crítica del poder y a la libertad le alejan de las prácticas
políticas más distópicas y totalitarias en las que el marxismo navega durante
décadas.
El imaginario subversivo es cuestionado en la
segunda mitad del siglo XX. A partir de ese momento, caída del Muro de Berlín
en 1989 y del socialismo real, arranca el eclipse de las utopías. Se acumulan
argumentos críticos, protagonizados desde la historia y la sociología, contra
las utopías que dejan de ser creíbles para que puedan seguir fundamentando y
legitimando el credo moderno. Hoy, la mayoría de los héroes convencionales han
sido barridos de la memoria obrera, vivos durante muchos años a través de sus
organizaciones (partidos y sindicatos), también en franca decadencia. El
rebelde ensalzado en el pasado es considerado hoy una mera marioneta en manos
de sistemas totalitarios, borrada la inspiración emancipadora de la utopía.
El cuestionamiento de las utopías no se produce solo
en la memoria colectiva sino también en la historiografía[6]. Afirma Pérez Ledesma en
1987 que la necesidad del marxismo de unos agentes históricos dotados de
capacidades excepcionales para llevar a cabo la revolución conduce a dotar al
proletariado de una esencia subversiva que no se basa en constataciones
empíricas[7]. La
evolución histórica de ciento cincuenta años
no se ajusta al modelo general diseñado por Marx y Engels. El
proletariado en realidad no es el sujeto político de la revolución, no hay ninguna gran noche que esperar y que alcanzar y la escatología caduca. La
ilusión de poder controlar la sociedad en su conjunto implica derivas
totalitarias, muy claras en el caso del marxismo, por la voluntad de laminar la
expresión de las diferencias en el seno de un proyecto que niega en la práctica
el legítimo pluralismo de opciones y valores políticos. Igualmente caducan los
acentos mesiánicos[8] de
una escatología que trabaja para supeditar la vida a la promesa de un fin y
justificar sufrimientos y renuncias en nombre de dicho fin, abstracción que
bloquea todo pensamiento crítico[9]. Al
quedar amputadas de su potencial emancipador, las revoluciones se perciben hoy
como golpes de Estado y puntos de inflexión autoritarios, incluso como antesala
de genocidios.
Si el héroe tradicional está hoy desvalorizado e
ignorado, crece otra tipología de lo heroico que nadie, o casi nadie, pone en
valor. En este caso, el héroe y/o la heroína es quien planta cara, quien se
vuelve, quien opone lo que es preferible a lo que no lo es y quien considera
que cuando se rechaza una orden humillante de un superior, no se rechaza solo
la orden sino la condición de inferior de quien lo hace. La conciencia de quien
dice “no”, nace a la luz con la rebeldía[10]. Esta manera de entender al
rebelde no está revestida de la retórica heroica del imaginario revolucionario tradicional;
de hecho se reduce muchos grados de intensidad aunque comparte con dicha
retórica la idea del sacrificio en
beneficio de un bien que rebasa su propio destino al actuar en nombre de un
valor que le es común con todas las personas.
Esta otra rebeldía, por tanto, es el movimiento por
el que una persona se levanta contra su condición y la creación entera. De
estos planteamientos sobre el rebelde aparecen sujetos desconocidos y poco
valorados en su momento y que hoy alcanzan gran relevancia. Esta manera
diferente de entender la rebeldía sitúa siempre la revolución en el presente,
sin esperar la gran noche, en cada
acto personal o colectivo en el que la persona dice “no” y en el carácter
irreductible de las prácticas de libertad que se encuentran enraizadas en la
propia subjetividad del ser humano, así como en la unión entre vida cotidiana y
acción política.
El
obrero consciente, el militante, el líder
Aclaradas las dos tipologías de héroe que sirven de
referencia en este artículo, pasemos a ver algunas de las formas específicas
del rebelde que encontramos en España en un periodo de tiempo que arranca de la
“Gloriosa” (1868) y que florece de forma espectacular en la década de los
treinta del siglo XX. Hasta la llegada de la Iª Internacional a España,
favorecida por las libertades de la “Gloriosa”, los trabajadores/as con ideas
más avanzadas están cautivadas por un republicanismo (especialmente el federal
encabezado por Francisco Pi y Margall)
sensible respecto a la llamada “cuestión social”.
La llegada de la AIT tiene el efecto de integrar, a
una generación de jóvenes militantes, en el internacionalismo y las ideas
socialistas, más acordes con sus ideas. A partir de ese momento la relación
amor-odio entre republicanismo e internacionalismo de influencia anarquista es
fundamental para entender el obrerismo del último tercio del siglo XIX y del
primero del siglo XX. La noticia de la llegada de Fanelli en 1868 para reunirse
con los jóvenes obreros madrileños es transmitida por Tomás González Morago a
Anselmo Lorenzo[11] y
Manuel Cano y a partir de los primeros contactos con el enviado de la
Internacional (en 1871 también con el segundo enviado, Paul Lafargue) se produce paulatinamente la entrada en el
socialismo. Entre estos jóvenes, auténticos “obreros ilustrados”, se encuentra
Pablo Iglesias, tipógrafo como Lorenzo.
En el último tercio del siglo XIX existe una
división que tendemos a olvidar, la frontera entre la escritura y la oralidad. La escritura marca una diferencia
de clase: se abre una brecha entre hablantes y escribientes, iletrados o
letrados. No dominar la lectura y la
escritura es percibido por las clases trabajadoras como una carencia que intentan
llenar partiendo, muchas veces, de una formación académica mediocre o a través
del autodidactismo. Como su mundo es el oral, dan mucha importancia a la
palabra escrita como semilla de rebelión que puede acabar con la opresión. No
es rara, por tanto, la proliferación de periódicos y revistas entre los
obreros/as anarquistas, de vida efímera muchos de ellos, pero que constituyen
un elemento clave de su idiosincrasia.
En este ambiente de libertad, favorecido por la
“Gloriosa”, se forma la conciencia revolucionaria del núcleo internacionalista
madrileño, el compromiso con la revolución y la aparición de dirigentes
obreros, como Anselmo Lorenzo o Pablo Iglesias,
“obreros conscientes” que en poco tiempo consiguen un bagaje ideológico
y organizativo que les convierte en dos figuras importantes dentro del
obrerismo español. La clase obrera en España no sigue el modelo marxista, está
más influido por el republicanismo federal, Proudhon y Bakunin (a través de
Fanelli) que por el marxismo introducido por Lafargue. Incluso tras la ruptura
de la sección española a partir del Congreso de La Haya en 1872 y la formación
de la Nueva Federación Madrileña encabezada por Pablo Iglesias, esta “no tomó
hasta muy tarde el ideario de Marx”[12].
Iglesias logra consagrarse como líder del
socialismo, se construye una figura que acumula un compendio de virtudes,
íntimas y públicas, por su dedicación a la difusión y defensa de la
emancipación obrera que crea en sus seguidores/as una fe sencilla que acentúa
la superioridad moral de la clase trabajadora. Considerado casi un santo, crea
dogmas y una estructura jerárquica en la que un pequeño grupo de discípulos
selectos actúan como mediadores entre el maestro y los seguidores. Es la
complejidad de la II República la que acaba con la unidad de esa iglesia y la
armoniosa exaltación del patriarca[13].
La épica revolucionaria en España tiene más un
perfil ácrata que marxista, aunque comparten el proyecto de “la gran noche” que
implica una confrontación decisiva que lo cambia todo, la utopía anarquista no
es tan monolítica y el rebelde adopta caras diferentes e incluso contrapuestas.
Un ejemplo es Anselmo Lorenzo, un referente dentro del anarquismo español que
no responde exactamente a la figura de un líder mitificado, incluso es expulsado de la Federación de
Trabajadores de la Región Española (FTRE) en 1881 acusado de manipular una
votación. Lorenzo se integra entonces en los círculos masónicos que son una
auténtica escuela de ciudadanía y de formación cultural que capacita al “obrero consciente”.
A mediados de la década de 1880 forma parte de nuevo
de una FTRE en decadencia y se dedica al publicismo en El Productor, cosa que no le salva de ser detenido, como centenares
de anarquistas, tras el atentado de Cambios Nuevos (1896) e ingresado en
Montjuïc. Declarado inocente es obligado al destierro instalándose en París. A
su vuelta a España, Lorenzo acaba siendo el hombre clave en un proyecto nuevo
acariciado por los anarquistas desde las primeras reuniones de los relojeros
del Jura en Suiza: la aspiración de crear una educación racional de verdadera
envergadura. De hecho Lorenzo es una figura clave en el desarrollo de este
proyecto desde 1901 hasta la feroz represión desencadenada durante la Semana
Trágica barcelonesa (1909), un proyecto que le acarrea el destierro y la
tristeza en sus últimos años.
La estela de los dirigentes internacionalistas de
primera hora es seguida por otros que, tanto dentro del marxismo como del
anarquismo, alcanzan un papel relevante: es el caso de Salvador Seguí o Ángel
Pestaña en el campo del anarcosindicalismo, Francisco Largo Caballero en el del
socialismo o Andreu Nin y Joaquín Maurín
en el del comunismo del POUM. Seguí, Pestaña, Buenacasa, Peiró y un equipo
menos conocido como Barrera, Grau Jassans, Barjau, Botella, Rueda, Piñón,
Quemades, Viadiu, Clara, y otros, forman una generación de sindicalistas que
auparon a la CNT a ser una auténtica organización de masas. Los cuatro primeros
nacen en el plazo de un año y medio (1886-1887); desarrollan toda, o una parte significativa,
de su militancia en Barcelona; los cuatro son de origen humilde y mantienen su
condición de obreros: Seguí pintor, Buenacasa carpintero, Pestaña relojero y
Peiró trabajador del vidrio; ocupan todas sus energías en la actividad
organizativa y sindical, son criticados y cuestionados por otras sensibilidades
de las filas libertarias, cumpliéndose la maldición de la dificultad de ser
líder en los medios ácratas.
Destaca entre todos ellos Seguí, sindicalista
revolucionario, abanderado del posibilismo libertario y, por tanto, defensor de
la flexibilidad ideológica y el apoliticismo para hacer posible la unidad de
todos los trabajadores/as en la misma organización sindical para lograr mejoras
y, a la larga, la revolución. La lucha sindical tiene, según el “Noi de Sucre”,
un valor en sí misma y se basta para construir la nueva sociedad con
independencia de partidos y del Estado. Mientras en toda Europa este tipo de
sindicalismo desaparece, o queda como opción marginal, después de la Iª GM, en
España pasa a ser un sindicalismo de masas con la impronta anarquista.
El crecimiento de la CNT y de los conflictos
sociales en la coyuntura de inflación de la Iª GM, la represión, el
pistolerismo, la respuesta violenta desde los grupos de acción, los intentos de
Seguí en 1920 de llegar a acuerdos con la UGT, las acusaciones de “mestizo” y
“político” a Seguí y otros sindicalistas por buscar dicha alianza, todo ello
provoca que se impongan las posturas más radicales en la organización. Seguí es
detenido a finales de 1920 y es trasladado al castillo de la Mola, en Mahón,
con otros dirigentes cenetistas y pasa todo 1921 en prisión. Liberado en 1922,
se lanza de nuevo a reorganizar la CNT y a reconstruir una estrategia
posibilista. En marzo de 1923 es asesinado por pistoleros de la patronal. En
septiembre el general Primo de Rivera da un golpe de Estado.
El asesinato de Seguí lo convierte en candidato a
héroe y su flexibilidad ideológica a ser
más o menos mitificado o postergado, incluso en la actualidad, en
función de las necesidades organizativas o de la aparición de nuevos
movimientos que reclaman su memoria para justificar nuevas realidades. A Seguí lo
reclama, incluso, el independentismo anticapitalista catalán como sindicalista
nacionalista[15];
actualmente protagoniza una novela de cierto éxito, Apóstoles y asesinos, de Antonio Soler[16]. Esta novela incide en la
idea de que Seguí forma parte de un grupo pequeño de anarquistas inteligentes,
pacíficos y dispuestos a abandonar la utopía infantil del anarquismo, rodeados
de un sangriento grupúsculo de ácratas que sueñan con dicha utopía a golpe de
bomba.
El
terrorista, el insurrecto, el educador, el pacifista
Dejando de lado el esquema simplista del anarquista
bueno y el anarquista malo, recalamos en dos modelos de rebelde[17] que
han dado mucho juego en la historiografía sobre el anarquismo, a saber, el
impaciente que pone bombas, utiliza la star
o defiende la insurrección para
acelerar la revolución social (y/o para dar a conocer su causa, estimular a sus
seguidores/as y presionar a los gobiernos) y el anarquista sosegado, pacífico,
vegetariano o naturista, que pone el acento en la llamada “emancipación
interior”.
Respecto al impaciente, la variedad de tipologías de
rebeldes es inabarcable. Algunos de los primeros internacionalistas, entre los
que se encuentra el mencionado Lorenzo, viajan a Andalucía para difundir la
Idea entre jornaleros, artesanos o aparceros. Mucho se ha escrito sobre la
supuesta tendencia a la insurrección y a la violencia en el sur español de
finales del XIX. Los sucesos de “La Mano Negra” o los de Jerez de 1892,
cargados de heroísmo y rebeldía para unos, o de primitivismo para otros,
constituyen -como años más tarde ocurre con “Casas Viejas” (1932) – el material
esencial para definir a la militancia libertaria del sur. La quema de cosechas
o la destrucción de viviendas no son exclusivas del campo andaluz; hubo
violencia, desde luego, en los enfrentamientos entre jornaleros y
terratenientes, sobre todo cuando aparece el hambre; es difícil, por último,
mantener una organización social en un medio caciquil de latifundistas donde la
represión es habitual y, por tanto, crear sociedades secretas parece la única
posibilidad de canalizar las reivindicaciones. Los años 1882-1883 son
especialmente duros por la falta de trabajo y el hambre. En ese contexto
aparecen sociedades poco conocidas como “La Mano Negra” o se producen, diez
años después, los sucesos de Jerez (1892), en los que más de seiscientos
jornaleros asaltan la ciudad al grito de “¡Viva la anarquía!”.
Durante la II República, reaparecen los
levantamientos armados en diciembre de 1932 y enero y diciembre de 1933, junto
con el uso de la huelga revolucionaria por parte de la CNT, medio de presión
contra el primer gobierno Azaña por su ineficacia a la hora de solucionar el
paro y mejorar las condiciones laborales. El sector mayoritario de la CNT
rechaza las medidas reformistas del Gobierno republicano-socialista y acentúa
las diferencias con la UGT, considerando que
solo hay un objetivo: la llegada final del comunismo libertario. En el
insurreccionalismo es la clase trabajadora rebelde la que se ejercita para la heroicidad,
a través de la “gimnasia revolucionaria”,
hasta llegar a la “gran noche” y no suelen destacar individualidades excepto si
se produce la muerte en dichas acciones (“Seisdedos” en Casas Viejas). Al
contrario sucede con el terrorista que siempre es una individualidad, al menos
el que se practica a finales del siglo XIX.
A finales del siglo XIX, principios del XX, en un
contexto social complejo aparece la táctica de la “propaganda por el hecho”
que, como su propio nombre indica, pretende propagar por medio de actos
revolucionarios la idea y el espíritu anarquistas. Este planteamiento implica
múltiples formas de rebeldía práctica que no siempre suponen el uso de la
violencia, pero es cierto que el atentado es el aspecto más destacado de la
“propaganda por el hecho”. Son los anarquistas los que utilizan el atentado
personal o la bomba indiscriminada para eliminar a quienes representan la
sociedad injusta que provoca desequilibrios sociales. El atentado es el ejemplo
más claro de la tipología del impaciente que, desligado del obrerismo, quiere
despertar a las masas reformistas para arrasar todo y provocar el derrumbe que
abre paso a la utopía. El impaciente tiene vocación de héroe, su papel es
acelerar un proceso inevitable para culminar el proceso de transformación,
conlleva el espíritu sacrificial.
Los grupos fraternales son la célula organizativa
anarquista por antonomasia: se basan en la unión de un pequeño número de
personas, no más de treinta, que se unen por afinidad de caracteres y simpatía,
en el caso de los grupos violentos, para la realización de actos terroristas o
para dar cobertura a quienes están dispuestos a realizarlos aunque no formen
parte del grupo. Estos grupos no tienen presidente, ni centros de reunión, ni
comités directivos, ni cotizaciones fijas, con el objetivo de mantener la
libertad individual y grupal, además de ser más eficaces ya que no pierden el
tiempo en convencer a los que no están de acuerdo, que libremente se desligan
de la acción o, incluso, del grupo.
No hay una tipología única de terrorista aunque hay
algunas similitudes entre ellos[21]. En
algunos terroristas prima el atentado como sacrificio, la ejecución individual
del mismo, la elección de la víctima por el cargo que ostenta (se les considera
puntales de la sociedad) y tras el atentado la reafirmación de sus actos sin
arrepentimiento. Otros autores de atentados no pretenden sacrificarse ellos
mismos (responden a la imagen del terrorista en la sombra que huye), provocan
un número elevado de víctimas sin correr riesgo personal y parecen buscar a
través de un acto espectacular, como el atentado contra un monarca,
desencadenar la revolución social. La primera oleada de atentados (1893-1897)
trae consigo una contraoleada de represión y persecución del anarquismo,
acusado de estar tras dichos atentados. El famoso Proceso de Montjuïc (1896-1897)
pone de manifiesto los recursos que está dispuesta a utilizar la Restauración
para cortar de raíz la amenaza que se cierne sobre la sociedad acomodada.
El conocimiento en profundidad de los autores de
estos atentados desvela aspectos que nos indican la dificultad de afirmar una
tipología de terrorista en unas personas en las que, como es el caso de Mateo
Morral, intervienen aspectos personales e ideológicos complejos[22].
Masjuan considera que el atentado de Morral va más allá de la precedente
“propaganda por el hecho” y que constituye una clase diferenciada de terrorismo
que la historia de la trayectoria de su autor permite observar a través de las
adhesiones y detracciones que tiene según las vicisitudes de la España del
siglo XX. La aureola post mortem que
rodeó a Morral le convierte en un mito que desata iras y admiración. En el
anarquismo, incluso en parte del anarcosindicalismo, Morral es acogido como un
anarquista consciente que actúa como terrorista exclusivamente por motivos
políticos[23]. El
paso del tiempo, como mínimo hasta 1939, convierte a Morral en un justiciero
(cuyo reconocimiento se plasma, por ejemplo, en dar su nombre a numerosas
calles en la España republicana), un “héroe trágico” con integridad ética y
elevado compromiso social tal y como recogen escritores como Baroja o
Valle-Inclán[24],
rebeldes formales ellos mismos con posiciones individuales cercanas al
anarquismo.
El terrorismo anarquista, individualista o grupal,
desligado del sindicalismo que arranca de la década de 1890 tiene su continuidad
en el extraño terrorismo barcelonés de la primera década del siglo XX y,
especialmente, en el contexto de la Barcelona de 1914-1923. Las bandas de
espías al servicio de los contendientes durante la Gran Guerra se pusieron al
servicio de la patronal en las luchas sociales de postguerra (destacan la banda
del policía Bravo Portillo o la del falso barón Koenig). La durísima huelga de La Canadiense y el lock-out posterior ayudan a crear un
agudo clima de violencia. Aparecen, entonces, en el seno de los sindicatos,
grupos de acción de la CNT que acaban profesionalizándose en el trabajo
violento. Uno de estos grupos, Los Solidarios, alcanza más notoriedad por
algunos de sus componentes: Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso, Ricardo
Sanz y Juan García Oliver. Este grupo destaca por sus represalias (las más
conocidas: los asesinatos del exgobernador de Barcelona, el conde de
Salvatierra en 1920 y el del Cardenal Soldevilla en Zaragoza, en 1923) y por
los atracos a bancos para obtener dinero destinado a la organización y a la
ayuda a las familias de los presos.
Durruti es probablemente el más conocido de los
anarquistas españoles y uno de los más destacados hombres de acción. A los
veinticuatro años forma el grupo de acción Los Justicieros y forma parte del grupo
Los Solidarios con el que participa en todas las acciones desde 1922 hasta la
proclamación de la República en 1931. Su participación en la insurrección de
1932 provoca su deportación durante siete meses a la Guinea española, participa
en las insurrecciones de enero y diciembre de 1933 y fue encarcelado por la de
octubre de 1934 aunque en este caso no participa en ella. Es detenido en varias
ocasiones entre 1935 y 1936. Durruti forma parte del Comité de Defensa
Confederal de Barcelona tras el golpe de Estado militar, fue miembro del Comité
Central de Milicias Antifascistas de Cataluña, pero enseguida parte al frente
con su columna participando en acciones de guerra cerca de Zaragoza y Huesca
hasta llegar a Madrid donde muere en noviembre de 1936. Los interrogantes sobre
la causa de su muerte no han evitado que su figura se haya engrandecido con su
muerte en el frente y que sea considerado un héroe por los jóvenes anarquistas
actuales por su aureola de hombre de acción.
De los impacientes que practican la violencia pasamos
a aquellos/as que, partiendo de posturas pacíficas y sosegadas, optan por poner
en valor por encima de todo la “emancipación interna” y con ella los/las
anarquistas vinculadas a los ateneos, escuelas, grupos de ayuda mutua y
sociabilidad alternativa a la burguesa y todo un proyecto pedagógico-cultural
al margen del Estado. Los y las rebeldes vinculadas a este camino que requería
tiempo dibujan biografías muchas veces casi desconocidas porque no son héroes o
heroínas populares al estilo de los líderes sindicales o los “héroes trágicos”.
Son personas que se mueven en el mundo de la intelectualidad, en el obrerismo,
en la marginalidad, en el mundo de la bohemia, educadores/as que crean pequeñas
escuelas laicas y ateneos, chinches de
fábrica, en definitiva, hombres y mujeres que luchan y dedican su vida a la
emancipación mientras sueñan con que la utopía es posible. Sus pequeñas
biografías nos acercan al rumor constante de habitaciones donde escriben
periódicos efímeros o hacen reuniones eternas donde se discute de la Idea o de
la huelga revolucionaria próxima. Acercándonos a sus vidas parece que podemos
observar la adrenalina de las barricadas, acosadas por las fuerzas de orden
público a caballo, las cárceles o la expatriación por pueblos que no conocen la
palabra anarquismo, como sucede con los expatriados/as de la Semana Trágica
barcelonesa en 1909. Capaces de practicar el amor libre, vegetarianos y
nudistas, usuarios de los primeros preservativos o practicantes del contacto
con los fallecidos a través del espiritismo, conspiradores y masonas, en fin,
la suma de muchas individualidades que dotan al anarquismo de ese carácter
variopinto y poliédrico[26].
La “emancipación interior” tiene en la educación uno
de sus pilares fundamentales, tal y como se recoge en varios acuerdos
internacionalistas (mociones sobre
educación integral aprobadas en el
Congreso de Zaragoza y en el de Córdoba, 1872 y 1873 respectivamente), que
dieron lugar a la aparición de escuelas laicas impulsadas por individualidades
como Teresa Mañé que funda la primera escuela laica de niñas en Vilanova i la
Geltrú (1887) y, una vez casada con Juan Montseny en 1891, una pequeña escuela
en Reus, cerrada tras el atentado de Cambios Nuevos cinco años después. Otro
precedente importante es José López Montenegro que, por su participación en la
insurrección cantonalista de Cartagena, es desterrado en Sabadell, donde funda el periódico anarquista Los Desheredados en 1884, convirtiéndose
en un referente para los jóvenes (entre quienes destaca Teresa Claramunt). En
otro de sus destierros, en Sallent, funda una escuela racionalista en 1896 y
edita libros educativos presentes en las bibliotecas libertarias.
La enseñanza anarquista basa su concepto de enseñanza
“integral” en el concepto racionalista, laico y coeducador de pedagogos como
Paul Robin y Sebastián Faure en su escuela La Ruche en Francia y en la Escuela
Moderna de Francisco Ferrer y Guardia fundada en Barcelona en 1901. Estas
escuelas llegan a ser una cuarentena en toda España antes de ser prohibidas en
1906, año del atentado de Mateo Morral, relacionado con este proyecto. La
fundación de CNT favorece la aparición de maestros/as autodidactas y pequeñas
escuelas vinculadas a los sindicatos que son suprimidas en los años del
pistolerismo y que reaparecen durante la Dictadura de Primo de Rivera. De la
semiclandestinidad se pasa a la legalidad durante el periodo 1931-1936 y de
aquí a la expropiación de grandes fincas en que se ubican nuevos proyectos
escolares durante toda la Guerra Civil.
Entre las muchas
individualidades que se sienten cómodas en este
ámbito que apostaba por la “emancipación interior” está el aragonés
Ramón Acín (1888-1936)[28], un rebelde
con una indomabilidad que se manifiesta en él como artista, escritor, pedagogo
y activista de la CNT. En su trayectoria destaca su espíritu inquieto que, con
sus limitaciones, explora distintos terrenos de la vida y la creación e
interviene con ello en la sociedad de su tiempo. A través de sus obras
artísticas, la enseñanza, los escritos y las actividades sindicales, Acín
procura que el mundo cambie y sea más justo y habitable para los más débiles[29]. Censura
a los que se meten a pistoleros porque la pistola “no puede ser justiciera” y
la lucha no justifica “salpicar de cadáveres sin ton ni son la Vida misma”[30]. Desde
este punto de vista Acín, que es fusilado en Huesca poco después de producirse
el levantamiento militar del 18 de julio de 1936, no forma parte de los grandes
nombres del anarquismo pero sí es un ejemplo de anarquista integral que forma
parte de la tradición de una educación
laica, mixta e integral. Una educación que favorece el desarrollo de la
autonomía personal y que en el caso de las mujeres es relevante.
Las rebeldes, mujeres
construyendo genealogía
La rebeldía, aunque de
predominio masculino, también aflora en femenino pese a que, a través de leyes y de otros mecanismos culturales de
control social informal, son confinadas al ámbito doméstico, dándoles una
identidad única de madres y esposas. Las leyes aprobadas en Europa y EUA
durante el siglo XIX establecen el dominio masculino y la desigualdad femenina:
las mujeres carecen de la ciudadanía (derechos políticos y civiles), tienen restricciones
para acceder a la propiedad, la herencia, la educación, el trabajo, etc., y su
presencia en los espacios públicos está limitada a la vez que se mantiene su
dependencia del hombre (padre, marido, hijo). En España, a finales del siglo
XIX, los códigos Civil y Penal establecen claramente esta subordinación
femenina. Estas leyes son derogadas por la II República en 1931 y reintroducidas
durante el franquismo.
En
el siglo XIX algunas mujeres, sin duda rebeldes, emprenden una crítica abierta
a los dictados del discurso de género dominante y construyen poco a poco una genealogía compartida por diversas corrientes
ideológicas que se inicia con la tradición del obrerismo francés de las
utópicas vinculadas al saintsimonianismo y al fourerismo que buscan proyectos
alternativos de vida que cuestionan las restricciones sociales impuestas sobre
las mujeres. Lo que empieza siendo patrimonio del socialismo utópico, fourerista en
particular, a mediados de la centuria, se transforma en militancia republicana
durante el Sexenio, hasta desembocar en el internacionalismo.
Hay mujeres que confían en que la República puede amparar
la emancipación de género. Su defensa de la liberación de la mujer es una
auténtica heroicidad puesto que se mueven en un medio hostil a sus
reivindicaciones por el predominio masculino, pero no por ello desisten de
publicitarlas y extenderlas a través del activismo en múltiples escritos,
mítines, manifestaciones y organizaciones femeninas. Gran parte de sus críticas
se encaminan a destruir los pilares patriarcales de la institución matrimonial
y a cuestionar la jerarquía masculina en el seno de la familia. Plantean una
manera nueva de entender las relaciones amorosas basadas en la libertad y la
autonomía conseguidas a través de la educación y el trabajo. Cuestionan la
influencia de la Iglesia católica, allanando el camino de las mujeres hacia el
librepensamiento de la generación posterior[31].
En el seno del internacionalismo hay un cierto grado
de integración femenina: Guillermina Rojas
Orgis, procedente del núcleo fourerista
gaditano, clama en 1871 contra la familia en un mitin de la Federación Madrileña de
la AIT. No hay muchas mujeres en la Internacional, pero desde el primer Congreso celebrado en
Barcelona (1870) se forma un núcleo de obreras entre las que destaca el protagonismo de la mencionada
Rojas que, es la impulsora de
iniciativas que fructifican en el Congreso de Zaragoza (1872) al
aprobarse un dictamen, titulado “De la mujer”, que se opone a su reclusión en el espacio doméstico y defiende la
autonomía que proporciona el salario.
Dentro del
internacionalismo de la posterior FTRE
(1881) se inscriben las iniciativas de Teresa Claramunt y Teresa Mañé (“las dos
Teresas”). La primera participa en fecha temprana en la creación de un organismo de obreras llamado “Sección Varia de Trabajadoras
anarco-colectivistas de Sabadell” (1884). La “Agrupación
de Trabajadoras de Barcelona” (1891) o el posterior “Sindicato de Mujeres del
Arte Fabril” (1901), son versiones del mismo intento iniciado por la “Sección
Varia”: crear organizaciones cuya base organizativa es la sociedad de oficio y
su objetivo la emancipación de los dos sexos ya que la lucha es común, pero
haciendo especial hincapié en la lucha contra la explotación de las obreras.
El fracaso de los organismos de obreras, anima a
Claramunt a mantener relación con otras organizaciones de mujeres totalmente
diferentes como la “Sociedad Autónoma de Mujeres de Barcelona” (1889), la
“Asociación Librepensadora de Mujeres” (1896) y la “Sociedad Progresiva
Femenina” en 1898. Son organizaciones de
mujeres de condición social muy variada y con una procedencia ideológica
diversa que encuentran puntos de coincidencia dentro del movimiento
librepensador. Su objetivo principal
es un feminismo de base social que da relevancia a la educación y al trabajo. La
“Autónoma” funciona de forma regular hasta 1892 y está muy ligada a tres
mujeres que simbolizan la apertura de miras del librepensamiento: Ángeles López
de Ayala, republicana y masona, la espiritista Amalia Domingo Soler y la anarquista Teresa Claramunt. Un ejemplo claro de sororidad, es decir, de alianza entre mujeres que propicia la
confianza, el reconocimiento recíproco de la autoridad y el apoyo, algo
imprescindible para estas rebeldes que tienen tanto a lo que enfrentarse para
negar los roles tradicionales.
Las librepensadoras, rebeldes donde las haya, pertenecientes a la pequeña
burguesía urbana y en menor medida a las clases populares, imparten docencia en
las escuelas laicas, participan en mítines, crean su propia prensa, ingresan en
la masonería y frecuentan los centros espiritistas y teosóficos. No fue ajeno
al librepensamiento el Neomalthusianismo
que llega desde Francia a
Cataluña y la zona de Levante. Este movimiento aboga por la limitación de la
natalidad (mediante el uso de
anticonceptivos y la venta de preservativos) a través de la “Liga
de la Regeneración Humana”. La editorial Salut
i Força o las revistas Estudios y Ética, plantean una nueva ética basada en los valores
positivos de la sexualidad, en
la oposición a la prostitución y la lucha contra la opresión de la mujer. El control de la
fertilidad puede ser liberador para las
mujeres ya que hace posible la separación de procreación y placer y tienen gran
influencia sobre la concepción del amor y la pareja a través del “amor libre” o “amor plural”[32].
Muchas mujeres,
conocidas y desconocidas, sirven de eslabón entre la generación de las pioneras
(además de “las dos Teresas”, mujeres como Cayetana Griñón, Francisca Saperas o
Tomasa “la de Sants”) y la generación de “Mujeres Libres”. Un eslabón son Federica
Montseny, Libertad Ródenas y Teodora, la
madre de María Batet, que asisten con
frecuencia a las tertulias que se organizan en la casa donde vive Claramunt
cuando, en los años veinte, queda postrada en una silla. Otro más acorde con la
necesidad de crear organizaciones de mujeres se produce cuando tres años
después de la muerte de Claramunt (1931) se forma en Barcelona, por iniciativa
de mujeres jóvenes de la CNT como Soledad Estorach, Lola Iturbe, Pepita Carpena o Concha
Liaño, el “Grupo Cultural Femenino” con el objetivo de
fomentar la solidaridad entre ellas y adoptar un papel más activo en los
sindicatos. En Madrid poco después, Lucía Sánchez Saornil, Mercedes Comaposada y Amparo Poch, emprenden una tarea similar. En 1936 los dos
grupos se reúnen en Barcelona y
adoptan el nombre “Agrupación Mujeres Libres”. La organización crece
rápidamente y se extiende por toda la España republicana durante los años de la
guerra. Esta organización alcanza a tener unas 20.000 afiliadas y 147
agrupaciones.
Muy pronto
queda claro que la guerra no es un suceso breve, y que requiere el
sostén de la retaguardia y el concurso
de las mujeres. Nadie duda de la necesidad de que se movilicen, especialmente
en las zonas donde la revolución acompaña el inicio de la guerra. Eso significa un crecimiento absoluto y relativo del
empleo femenino. Las mujeres acceden al espacio y a las responsabilidades
públicas y se produce una inversión de los roles. Los dos núcleos de mujeres
organizados, el madrileño y el barcelonés, se suman a diversas tareas de apoyo
a la movilización popular preparando a las mujeres para sustituir a los hombres
y entrar
como obreras en las industrias de guerra participando del esfuerzo
colectivizador allá donde se desarrolla la autogestión de la producción. Se
atienden los servicios sociales con la apertura de guarderías y el desarrollo
de un intenso programa de ayuda a los refugiados/as.
Algunas
mujeres llegan a desempeñar responsabilidades políticas como es el caso de
Federica Montseny, primera mujer ministra en España al asumir la cartera del
recién creado Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Montseny nombra como colaboradoras a la Dra.
Mercedes Maestre (UGT) en Sanidad y a la Dra. Amparo Poch (“Mujeres Libres” y CNT) en Asistencia
Social, cuando esta se traslada en el otoño de 1937 a Barcelona es nombrada
directora del Casal de la Dona Treballadora dedicado a la capacitación
de la mujer obrera. En los pocos meses que Montseny es ministra (noviembre
1936-mayo 1937) se elabora, entre otros proyectos, uno de Despenalización del
Aborto, inspirado en el que aprueba el Conseller de Sanidad Pública y
Asistencia Social de la Generalitat, el anarquista Antonio García Birlán.
El conflicto bélico
constituye una experiencia de libertad y de responsabilidad sin
precedentes para las mujeres: muchas trabajadoras toman conciencia de sus
capacidades y valoran su nueva independencia económica. La gran novedad es que
la mujer tiene que vivir sola, salir sola y asumir las responsabilidades
familiares sola, algo que se considera imposible y peligroso. Las mujeres
conquistan la libertad de movimientos y de actitud en la soledad y el ejercicio
de responsabilidades: libres del corsé, de los vestidos largos y ajustados, de
los sombreros molestos y, a veces, de los moños y las trenzas, aparecen los
peinados de las mujeres masculinizadas, el uso del pantalón con el que el
cuerpo femenino puede moverse, pueden salir solas, explorar la sexualidad y, a
veces, decidir su propia vida. Lucía Sánchez es un ejemplo claro de esta
ruptura de estereotipos en esa imagen en la que camina al lado de Emma Goldman
con el pelo corto, pantalones y corbata, pero no es un caso único. En Barcelona
las mujeres de los ateneos, antes de la guerra, eran tachadas de prostitutas
por atreverse a llevar pantalones –o incluso pantalones cortos- y cortarse el
pelo[33].
Estos cambios explican
biografías como la de Julia Hermosilla
Sagredo (1916-2009), hija de dos cenetistas de Sestao, Vizcaya, militante de
las Juventudes Libertarias que con 18
años hace de enlace en el estallido revolucionario de octubre de 1934. Cuando
estalla la guerra, Julia con 20 años se enrola, a los diez días, como miliciana
en Bilbao; al desplazarse en uno de los seis autobuses al cuartel general en
Ochandiano, y tras un violento bombardeo, es herida gravemente y pierde la
audición de ambos oídos. En el verano de 1936, la figura heroica de la
miliciana se convierte en el símbolo de la movilización del pueblo español
contra el fascismo. La heroicidad de mujeres como Julia Hermosilla (o como Lina
Odena de las Juventudes Socialistas Unificadas o Rosario Sánchez, conocida como
la Dinamitera) se convierten, en las
primeras semanas, del conflicto en un mito y símbolo de la resistencia contra
el alzamiento militar, aunque la
realidad es que muy pocas mujeres se incorporan al frente como
milicianas, adoptando la mayoría la imagen más conveniente de madres combativas
o “heroínas de la retaguardia”[34]. En sus discursos inflamados, Dolores Ibárruri, La Pasionaria, lanza proclamas al mundo
entero para que escuche el grito doloroso de madres y esposas.
Pero Hermosilla no se limita a este primer impulso de ir al frente y a la
caída de Bilbao se traslada a Santander; allí embarca hacia Francia, donde está
dos meses, entrando de nuevo con su familia en España por Cataluña. Embarazada,
da a luz en octubre de 1937 a
su hija Vida (toda una metáfora del optimismo de su madre) y se traslada a
Barcelona, donde trabaja en una fábrica de cintos para el Ejército republicano.
Pasa con su pareja y su familia de nuevo a Francia al caer Cataluña, ingresa en
un campo de concentración pero logra reunirse con toda la familia para trabajar en las minas de
carbón de Decazeville. En 1940 se integra en la resistencia contra los nazis y
tras la liberación de Francia toda la familia se traslada a Montpellier.
En los años cuarenta, tras el fin de la
II Guerra Mundial, Julia pasa numerosas veces la frontera clandestinamente
hacia Bilbao o hacia Barcelona llevando prensa y documentación. Realiza con Joaquín Delgado (ejecutado junto a Francisco
Granados el 17 de agosto de 1963) misiones de contacto a principios de la década de 1960 y realiza una
importante misión de estudio de los alrededores del Palacio de Ayete en San
Sebastián para el proyecto de atentado contra Franco de 1962.
Otras mujeres
toman la decisión de echarse al monte, a la guerrilla o maquis, en lugar de
marchar al exilio. La mayor parte de estas rebeldes, que no aceptan la derrota,
lo hacen en parecidas circunstancias a las de los hombres: cierto número de
mujeres se incorporan al final de la guerra civil, otras huyendo de los
castigos, vejaciones y represalias que sufren en sus lugares de origen o tras
ser descubiertas haciendo de enlaces con el maquis. En este aspecto hay una
diferencia a destacar: la mayoría de los enlaces varones descubiertos se
incorporan al maquis, mientras que muchas mujeres prefieren cambiar de zona
para pasar desapercibidas o se ocultan en lugares que consideran seguros. La
mayoría de estas mujeres acaban siendo detenidas. Estas heroínas en el exilio o
en la sierra, casi siempre anónimas, además de militar, trabajar y sufrir
penalidades, crían a sus hijos e hijas y desde su humildad acostumbran a pensar
que no han hecho nada importante.
Algunas conclusiones
Asociamos el
heroísmo a unos actos especiales realizados por personas superiores. Pero a la
noción aceptada tradicionalmente de que los héroes son personas excepcionales,
hemos añadido una perspectiva diferente: que algunos héroes o heroínas son
personas ordinarias que han hecho algo extraordinario. La primera imagen es la
más romántica y ha sido popularizada por los mitos de la antigüedad y por los
medios de comunicación modernos. Da a entender que lo que hace el héroe o
heroína no quiere o no puede hacerlo ninguna persona ordinaria que se halla en
la misma situación. En este artículo se
añade la perspectiva que se fija en la interacción entre la situación y
la persona, en la dinámica que impulsa a una persona a actuar de una manera
heroica en un lugar y en un momento determinado. Estas personas ordinarias que hacen un acto
excepcional y dicen “no”, plantan cara ante una amenaza, una orden humillante o
cualquier otro hecho que aceptan hasta ese momento y ahora consideran
inaceptable, acostumbran a pensar que no hacen nada heroico, que hacen lo que
parece necesario hacer, lo que es decente,
desarrollan una acto de bondad, “la banalidad del heroísmo”[35].
Hemos constatado
que el heroísmo y la condición de héroe
o heroína siempre son atribuciones sociales. Alguien más aparte del actor
confiere ese honor a la persona y al acto: debe haber un consenso social en
torno a su significado y sus consecuencias. Dependiendo de quién hace la
atribución, unos son héroes y otros traidores. Eso significa que las
definiciones de heroísmo siempre están ligadas a la cultura y a la época. Para
que los actos de un héroe pasen a formar parte de la historia de una cultura deben ser anotados y conservados
por personas instruidas que pueden transmitir lo sucedido a posteriores
generaciones en forma escrita u oral. Por ese motivo las clases populares, las
mujeres, los colectivos analfabetos, etc., tienen pocos héroes y heroínas
conocidas si no hay un aparato político (un partido obrero por ejemplo) o un
Estado que ensalza a dichos sectores[36].
Por último, hoy
hay un desplazamiento de la mirada del héroe excepcional, el combatiente, el
obrero consciente, el líder popular, etc., que contaba con consenso social, a
la víctima. El recuerdo de
los combatientes pierde toda dimensión ejemplar, salvo como un modelo negativo:
se impone el humanitarismo como la gran causa y
se censura el fanatismo de la utopía y de las ideologías[37]. Los
héroes sacrificiales dispuestos a inmolarse por una causa son vistos como
fanáticos capaces de matar con la excusa de un fin noble, sacrificando chivos
expiatorios en nombre de la ideología. A esta moral execrable que produce
héroes y verdugos, a menudo al azar de las circunstancias, anteponen una moral
apolítica que se preocupa del ser humano real, evita provocar víctimas o las socorren: estos
son los que encarnan las virtudes del humanitarismo[38].
Recordemos,
por ejemplo, el acto de audacia de Tess Apslund, la mujer que en mayo de 2016
levanta su puño frente a la cabecera de una manifestación de neonazis violentos
en Suecia.
Enzo
Traverso (2007): A sangre y fuego. De la
guerra civil europea (1914-1945). PUV, Valencia, p. 174, 178.
Tomás Ibáñez (2017): Anarquismo a contratiempo. Virus, Barcelona, p. 68-70.
En España fue publicado a finales de los años
ochenta el libro de Manuel Pérez Ledesma (1987): El obrero consciente. Alianza, Madrid, en el que el autor incide en
que la clase obrera tenía más de construcción cultural de una identidad que no
de realidad.
Resulta muy esclarecedor el
libro de George Steiner (1974 [2014]): Nostalgia
del absoluto. Siruela, Madrid. Steiner afirma que el decaimiento del
cristianismo creó un inmenso
vacío relacionado con las percepciones de justicia social, sentido
de la historia humana, relaciones mente-cuerpo y lugar del conocimiento en
nuestra conducta moral. La nostalgia del Absoluto que generó la erosión del
cristianismo, dio lugar a tres mitologías que trataron de cubrir el vacío cumpliendo tres
condiciones: pretensión de totalidad; formas reconocibles de inicio y
desarrollo; y un lenguaje propio. Estas mitologías elaboradas en Occidente fueron el marxismo, el psicoanálisis y
la antropología estructural, las
tres antirreligiosas pero cuya estructura, aspiraciones y pretensiones son
religiosas en su estrategia y en sus efectos según el autor. Marx, Freud y
Lévi-Strauss, son judíos y, según el autor, hay aspectos judaicos específicos
en los tres, los tres arrancan de la metáfora compartida del pecado original y
cada uno incorpora aspectos del judaísmo como la promesa de redención, el
mesianismo utópico, su furia en pro de la justicia, la lógica de la historia o
la visión promisoria de Marx.
Para conocer estas
afirmaciones resulta de interés el artículo de Mauricio Basterra recogido en el
periódico Diagonal, 2-12-2012. https://www.diagonalperiodico.net/la-plaza/anarcosindicalismo-catalan-no-era-independentista.html
Para el tema de Neomalthusianismo se puede consultar: Eduard
Masjuan,(2009),
Un héroe trágico del anarquismo español. Mateo Morral, 1879-1906. Icaria,
Barcelona.; Xavier Diez (2007),
El
anarquismo individualista en España (1923-1938). Virus, Barcelona.
Dolors Marín, (2010): Anarquistas. Un
siglo de movimiento libertario en España. Ariel, Barcelona, p. 47.
Max Weber (1919): La política
como vocación. http://disenso.info/wp-content/uploads/2013/06/La-poltica-como-vocacion-M.-Weber.pdf El cambio de mirada se basa en
la distinción que señala Weber en este trabajo entre la “ética de la convicción” y la “ética
de la responsabilidad”. Hoy se opone la segunda a la primera como la única
capaz de tomar en cuenta las consecuencias de cada acción a fin de excluir
aquellas que desembocan en el mal.