sábado, 26 de abril de 2014

ANARQUISMO ¿PASADO O FUTURO?

 Una de las sorpresas que me ha deparado la publicación de El anarquismo en España son las entrevistas que diversas revistas me han ido solicitando en los últimos meses. La más reciente es la que ha aparecido en el último número de Números Rojos y que consiste en preguntar a tres "expertos" (José Luis Carretero, Carlos Taibo y yo misma) cuatro cuestiones sobre la vigencia del anarquismo.


Las preguntas tratan de dilucidar si la vieja utopía libertaria está vigente en la actualidad y se trasluce, de alguna manera, en los nuevos movimientos sociales del siglo XXI.


Os reproduzco mis respuestas porque los colores y el formato hacen ilegible su lectura reproduciéndolo en el formato de la revista.

¿Cree que, en general, el ideario anarquista clásico está vigente en la actualidad?

El ideario anarquista clásico, al igual que el de la izquierda clásica, me parece que no está vigente en la actualidad.
En Europa desde los años sesenta, el anarquismo, y toda la izquierda en general, entró en un proceso de crisis que es ahora, en el siglo XXI, cuando muestra su dramática dimensión. En España, el franquismo distorsionó esta cronología por la dura represión de la postguerra que asestó  un duro correctivo al anarquismo y el sindicalismo que lo condujeron al borde de la extinción. La crisis se produjo por la fractura de la tradicional asociación de la izquierda con el proletariado urbano que también disminuyó y se fragmentó. Cuando la vieja izquierda ya no pudo depender de las comunidades de la clase trabajadora porque cada vez representaba un porcentaje menor de la población, la llamada nueva izquierda se unió a los jóvenes de los años sesenta y no fue el interés de todos, sino las necesidades y los derechos de cada uno, lo que constituyó su base. El individualismo sustituyó a la comunidad y las reivindicaciones subjetivas de la suma de identidades sustituyeron a los propósitos sociales comunes. Los movimientos políticos desaparecieron sustituidos por el individualismo fragmentado de las preocupaciones particulares, incapaces de convertirlos en objetivos colectivos.

¿De qué estado de salud goza el anarquismo en la actualidad en España? 

Siempre ha sido muy difícil contar el número de personas adscritas al anarquismo por su tendencia a organizarse en pequeños grupos con actividades diversas y dispersas que no resulta fácil contabilizar.
Pero lo que está claro es que el anarquismo organizado ha desaparecido como fuerza social en la España de principios del siglo XXI. Desconozco la afiliación de la CNT, pero, al mantener su autonomía respecto al Estado y no participar en las elecciones sindicales, ha quedado reducida a una organización marginal desde el punto de vista sindical, mientras que la CGT que participa en las elecciones sindicales y los comités de empresa, cuenta con unos 5.000 delegados y alrededor de 60.000 afiliados.

¿Está presente el anarquismo en la esencia de muchos de los movimientos sociales producidos a raíz de la crisis?

Considero que los “ideales” anarquistas aparecen en propuestas asumidas por diversos movimientos sociales. Existe, lo que yo denomino, el “rastro de los ideales” ácratas y  se puede percibir en ideas o tendencias sociales que se han mantenido hasta el siglo XXI,  entre ellas encontramos  la libertad individual para regir el ámbito privado, centenares de miles de parejas viviendo su amor libremente, madres solteras que deciden encarar su maternidad en solitario, viviendo la sexualidad con libertad y sin tabúes. La mayor confianza en los cambios individuales o de pequeños grupos, experiencias de cooperación al margen de las instituciones, como el intercambio de trabajo y productos sustituyendo al dinero, la descentralización de las decisiones, la crítica de las desigualdades y de instituciones represoras y arbitrarias. La importancia de la educación y la sanidad públicas asumida en las luchas que en la actualidad mueven a las “mareas”, por no hablar de su base asamblearia y de acuerdos basados en el pacto y no en la imposición de las mayorías. Los movimientos antiglobalización contienen  muchos principios anarquistas, como la reivindicación de la autogestión y la lucha contra las organizaciones políticas y financieras supranacionales que pretenden suplantar los poderes del Estado eliminando cualquier capacidad de la libertad individual, provocando más explotación, control e insolidaridad. Por último, el distanciamiento actual de la acción política y de sus representantes electos no deja de mostrar una desconfianza hacia este ámbito tan denostado por los libertarios y, por tanto, sería otro “rastro” del anarquismo en dichos movimientos.

¿Cree que el pensamiento anarquista ganará protagonismo en el futuro?

El anarquismo histórico no renacerá seguramente en el siglo XXI, pero sus “rastros” de libertad, antiautoritarismo, librepensamiento, rebelión interior, libertad individual, democracia directa y revuelta ética, han mostrado, por ejemplo en el Movimiento 15 M, su fuerza en los debates que ocuparon el espacio que siempre ha defendido el anarquismo como propio: la calle, las plazas, auténticas ágoras de la política viva.


sábado, 19 de abril de 2014

LA POLÍTICA O EL ARTE DE DEBATIR I


Ciudadanía y nación como principios de las revoluciones burguesas

Las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX proponían la ciudadanía para acabar con la condición de súbditos que tenían las personas en el Antiguo Régimen, es decir, el ser meras comparsas que obedecían las leyes que el Rey aprobaba o abolía según un criterio  arbitrario que respondía a su voluntad personal. El súbdito vivía en sumisión: era objeto, no sujeto de poder. Esa alternativa liberal se basaba en un sistema político en el que desde un marco de regulación del poder a través de las constituciones, las personas  accedían a la ciudadanía. Esta condición resultó una auténtica revolución puesto que suponía la conjunción de tres elementos constitutivos: la posesión  de derechos y obligaciones; la pertenencia a una comunidad política determinada, normalmente el Estado, que se vinculó, en general, a la nacionalidad; y la oportunidad de contribuir a la vida pública de la comunidad a través de la participación.

Los derechos civiles eran  necesarios para la libertad individual —libertad de la persona, libertad de expresión, de pensamiento y de religión, el derecho a la propiedad, a cerrar contratos válidos, y el derecho a la justicia— y los derechos políticos  lo eran para participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de los miembros de tal cuerpo.

En el siglo XIX la ciudadanía en forma de derechos civiles era universal, en cambio el sufragio político no era uno de los derechos de ciudadanía. Era el privilegio de una clase económica escogida, los llamados <<ciudadanos activos>>, es decir, los hombres que pagaban impuestos por poseer bienes. Además, las mujeres eran excluidas de la condición de ciudadanas al ser consideradas <<eternas menores de edad>> a efectos jurídicos y relegadas del espacio público, que era el espacio de la ciudadanía, para recluirlas en el espacio doméstico. En el siglo XX se abandonó esta postura y los derechos políticos se imbricaron directa e independientemente en la ciudadanía. Este cambio vital de principios entró en acción cuando se reconoció primero de todos los hombres al sufragio y por fin también a las mujeres, desplazando el fundamento de los derechos políticos desde las bases económicas al status personal.


La ciudadanía, por tanto, era un principio de igualdad ya que era un status que se otorgaba a los que eran miembros de pleno derecho de la comunidad. Todos los que poseían ese status eran iguales en lo que se refería a los derechos y deberes que implicaba. Sin embargo, en paralelo,  la clase social constituía un sistema de desigualdad. Pero estos derechos no entraron en conflicto con las desigualdades de la sociedad capitalista; eran, por el contrario, necesarios para el mantenimiento de esa forma particular de desigualdad. La explicación reside en el hecho de que en esta fase el núcleo de la ciudadanía estaba formado por derechos civiles que daban a cada hombre, como parte de su status individual, el poder de implicarse como unidad independiente en la lucha económica, negándoles la protección social por la razón de que poseían los medios para protegerse a sí mismos. Las desigualdades no se debían, por tanto,  a defectos de los derechos civiles, sino a la falta de derechos sociales. Aunque la ciudadanía, incluso al final del siglo XIX, apenas contribuyó a reducir la desigualdad social, sí contribuyó a guiar el progreso por el camino  que conducía directamente hacia las políticas igualitarias del siglo XX.

La ciudadanía requería una unión, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basado en la lealtad a una civilización percibida como una posesión común. Su desarrollo vino estimulado tanto por la lucha para ganar esos derechos como por disfrutarlos una vez obtenidos. Esto puede apreciarse con claridad en el siglo XVIII, que presenció no sólo el nacimiento de los derechos civiles modernos, sino también el de la conciencia nacional moderna. Un nacionalismo patriótico que expresaba la unidad y la creciente conciencia nacional de pertenencia a una comunidad y a una herencia común, aunque no tuvieran ningún efecto material en la estructura de clases y la desigualdad social. Por tanto, el crecimiento de la ciudadanía, aunque fue importante, tenía poca repercusión sobre la desigualdad social.

Los derechos civiles otorgaban poderes legales cuya utilización estaba drásticamente restringida por prejuicios de clase y falta de oportunidades económicas. Los poderes políticos otorgaban un poder potencial cuyo ejercicio exigía experiencia.  Los derechos sociales eran mínimos y no estaban entretejidos en los fundamentos de la ciudadanía. El objetivo común del esfuerzo institucional y voluntario era mitigar la molestia de la pobreza sin alterar el patrón de desigualdad, del que la pobreza era la consecuencia más obviamente desagradable.


La ciudadanía social, empezó a constituirse en el periodo de entreguerras (1919-1939) y especialmente tras la II Guerra Mundial, se vinculó con tres fenómenos: la profundización y la extensión de la democracia política moderna; el crecimiento del Estado social o de bienestar; y por último, un consenso mínimo en torno al capitalismo. Se ha caracterizado por políticas de redistribución del Estado del bienestar propiciando la universalización de los derechos sociales y económicos de cara a reducir la desigualdad. La idea de que para ser ciudadano y participar plenamente en la vida pública hay que tener cierta posición socioeconómica ha sido compartida por los teóricos de la ciudadanía. La crisis actual del Estado del bienestar pone en entredicho la ampliación del marco institucional de la ciudadanía social y su mantenimiento, pero esta sería materia para otro artículo si hay ocasión.

La ciudadanía, por tanto, intentó dejar atrás, como concepto prepolítico, aquella identidad, que el nacionalismo conservador del siglo XXI continúa reivindicando (me temo que el nacionalismo que dice ser de izquierdas tampoco se desprende de la losa de la identidad). La ciudadanía se levantó, pues, sobre los derechos comunes abandonando las particularidades que permitían primar lo común frente a lo particular. La identidad, sin embargo, prima lo particular para diferenciar a unos, los idénticos, de los que no lo son. La ciudadanía  requería un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad y para ello se desarrolló un nacionalismo patriótico burgués (liberal) que era la base del Estado-nación y que escondía los in­tere­ses de unas éli­tes de­ter­mi­na­das y las dinámi­cas de un sis­te­ma de or­ga­ni­za­ción so­cial per­ni­cio­so. Este nacionalismo definía la nación cómo la voluntad libremente expresada de los ciudadanos consensuada a través de una Constitución y no a través de esencialismos e identidades “naturales” que incorporará el nacionalismo conservador de origen alemán.

Como se ha señalado anteriormente, la unidad nacional, al igual que el principio de la ciudadanía puede convivir con la clase social, que es un sistema de desigualdad, y no tiene ningún efecto material en la estructura de clase. Incluso la ciudadanía social que supuso la construcción del Estado de bienestar, factible en el mundo rico por la explotación y la expoliación de la mayor parte de la humanidad, supuso la aceptación y el consenso alrededor del capitalismo y la desigualdad social que pretendía moderar.

Todas las fotografías son de RUNA GUNERIUSSEN 

sábado, 12 de abril de 2014

JAMES JOYCE Y LA BIOGRAFÍA SOCIAL

¿Qué hago leyendo el Ulises de James Joyce?

Resulta tan complicado explicar esta extraña elección como complicada es la lectura de la obra. Fue la lectura de una reseña de la obra en el mundo virtual la que provoco que me fuera hacia los estantes de mi biblioteca a buscar los dos tomos de Bruguera-Lumen y decidir que volvería a intentar su lectura. Y digo “volvería” porque me consta por una anotación que lo había intentado siendo veinteañera.


























En la reseña que leí se proponía que la mejor manera de acercarse al Ulises era leer primero la Odisea de Homero y Retrato del artista adolescente del propio Joyce y así lo hice a principios de este año. A principios del mes de marzo aterricé en el Ulises.



La primera sorpresa, y barrera, de la obra es que me encontré con una continua asociación de ideas, sensaciones y emociones interiores sin orden ni concierto. Joyce denominaba a este divagar del pensamiento como palabra interior. ¿Cómo podemos seguir el  pensamiento en deriva libre de una persona que publicó su obra hace 92 años? Además, sus asociaciones de ideas y pensamientos están referidas a referencias literarias, artísticas, religiosas, políticas humorísticas, etc, muy dublinesas y desconocidas para cualquier lector europeo del siglo XXI.


Cuando se sobrepasa esa barrera inicial y se abandona la idea de querer entender todo lo que se lee, la narración empieza a fluir y se va entrando en el mundo de la clase media dublinesa: periodistas, estudiantes, pequeños tenderos, actores y actrices, músicos, etc. Un mundo, con estrecheces económicas y de mente, que se evade a través del alcohol y las mujeres. Un mundo vulgar y dominado por el sexo, el catolicismo y el nacionalismo irlandés.
La novela relata un día en la vida de un hombre, Leopold Bloom, que tiene una extraña relación con su mujer Molly que le hace sufrir, obsesionado por lo que sabe que ocurre (sus infidelidades) y su actitud de mirar hacia otro lado. Bloom es extranjero, masón y judío y tras su fachada de hombre corriente se esconde una persona que reflexiona y piensa desmintiendo su vulgaridad.


Enfrascada en la lectura de la novela me llegó el nº 93 de la revista Ayer cuyo dossier se titula “Los retos de la biografía” y, entre sus artículos, uno escrito por Roy Foster titulado: “Biografía de una generación revolucionaria” referido a Irlanda. El artículo propone que para analizar y esclarecer las revoluciones, en concreto la irlandesa, resulta muy relevante el estudio de las vidas individuales y la biografía de los grupos, ya que pueden aportar tanto como sus teorías y sus ideas. Respecto a las teorías generales sobre la revolución, Foster plantea que en la actualidad interesa a los historiadores/as igual lo que no cambia que lo que cambia en las revoluciones. Por otro lado, plantea que en la actualidad la mayoría de los estudios intentan aislar lo que se ha dado en llamar “el punto de inflexión”: el momento en el que se hace posible un cambio sustancial.


Resulta que Ulises fue publicado el mismo año en que concluye la revolución irlandesa (1916-1922). Señala Foster que durante aquellos años:

(…) a una insurrección, fallida pero inspiradora, de los rebeldes nacionalistas durante la Semana Santa de 1916, le siguió una guerra de guerrillas contra las fuerzas de policía y del gobierno que culminó con el Tratado de 1921, que concedía la independencia a todos los efectos dentro de la Commonwealth británica) a tres cuartas partes de Irlanda (…) (p. 123).
Resulta significativo que Joyce sea cínicamente crítico en el Ulises con el nacionalismo irlandés que estaba en su apogeo máximo al lograr desalojar al gobierno británico establecido. Pero también es cierto, y esto explicaría el desdén de Joyce por lo que ocurría en su país, que las nuevas autoridades sustituyeron el orden británico con valores social, y políticamente, conservadores al construir el Estado Libre Irlandés Autónomo. Así lo comentaba Kevin O’Higgins, uno de los líderes más influyentes del nuevo Estado:

Fuimos los revolucionarios de mentalidad más conservadora que jamás haya culminado con éxito una revolución (p. 123).
En esta revolución tuvieron mucha importancia los colegios y las aulas de la Universidad. Los estudiantes universitarios irlandeses formaban parte de una clase media creada por las estructuras de la Irlanda victoriana que unidos a la pequeña aristocracia y a los grupos religiosos disidentes de clase media, sobre todo cuáqueros, fueron la base del nacionalismo irlandés. Maestros y bajo funcionariado desempeñaron un importante papel a la hora de radicalizar la experiencia de la clase media irlandesa. La religión, como en tantas otras áreas de la vida de Irlanda, lo impregnaba todo, incluido el pensamiento de los revolucionarios-conservadores que llevaron a cabo la construcción del nuevo Estado.

Su rechazo al nacionalismo lo resumió en una célebre frase del capítulo 16 que dice: No podemos cambiar de país: cambiemos de tema. Su ataque al nacionalismo se hace muy presente en el capítulo 12 en el que inventa a un Ciudadano que se define por su exaltación de lo irlandés, en contraste con Bloom, judío, masón, extranjero (húngaro) y desarraigado, un auténtico apátrida como se debió sentir Joyce cuando, a pesar de su desmedido amor por Dublín, decidió autoexiliarse en 1904. Su relación con la iglesia católica fue también muy problemática y se reflejó a través de los conflictos interiores de su alter ego en la ficción Stephen Dedalus.

Una amiga me contó que un sobrino-nieto de Joyce, que llevaba a un grupo de turistas haciendo un recorrido por el Dublín de Joyce, le explicó que de pequeño su madre le decía que no explicara a nadie que era familia de Joyce por lo mal visto que estaba en Irlanda debido a su anticatolicismo y antinacionalismo. Quizás ese rechazo explica también las dificultades que encontró para publicar Ulises en Irlanda y en la propia Inglaterra.

La lectura del Ulises me ha abierto tantos interrogantes que buscaré una buena biografía que me ayude a entender su época a través de su vida.


sábado, 5 de abril de 2014

SIMON LEYS, Los náufragos del “Batavia”. Anatomía de una masacre.


Me atrajo la historia real que cuenta este libro. El libro tiene 86 páginas y el título recoge el naufragio del barco Batavia y la terrible historia que aconteció entre los náufragos.

Simon Leys, seudónimo de Pierre Ryckmans (Bruselas, 28 de septiembre de 1935) escritor, crítico literario, traductor y sinólogo belga. Sus obras tratan sobre todo de la cultura china, la literatura y el mar.


En junio de 1629, el Batavia, de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, naufragó a poca distancia de Australia, tras chocar contra un archipiélago de coral. Las máximas autoridades en el barco, el representante del armador y el capitán,  intentaron  llegar a Java en una chalupa para buscar ayuda. El resto de los náufragos, más de doscientos, quedaron sometidos a una situación de violencia y terror por quien se hizo con el control de la situación.

Al margen del tema central, el naufragio y sus consecuencias, se describe, sucintamente, las condiciones de navegación en el siglo XVII (no podían determinar nunca su posición con certeza puesto que les faltaban la mitad de las coordenadas, la longitud, etc.), las condiciones de vida en estos navíos de tres palos de doble casco de castaño que se construían en seis meses en los astilleros holandeses y las características de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

Algunos fragmentos que hacen meditar y nos conducen a la actualidad:

(…) es [la] arbitrariedad misma la que constituye la esencia eficaz y sin apelación de todo Terror (p. 55).
 Una sociedad civilizada no es necesariamente una sociedad que tiene una proporción menos de individuos criminales y perversos (…), sino aquella que simplemente les brinda menos oportunidades de manifestar y de satisfacer sus inclinaciones (p. 58).

Una obra curiosa y recomendable. El autor es una voz singular y libre que desestima los lugares comunes y los juicios morales previsibles.